Durante las guerras de siglos pasados, ciertos estudios universitarios como Medicina se acortaban drásticamente para que los contendientes tuviesen abasto profesionales en el frente que pudiesen atender la creciente demanda de enfermos y mutilados perpetrada por ambos bandos. Al parecer, los así graduados de forma acelerada rendían lo suficientemente bien. Ello no evitaba que, una vez terminado el conflicto bélico y la situación de extrema necesidad, los respectivos grados y planes de estudio volviesen a su extensión y duración habitual. Además de este caso, que evidencia que no siempre existe proporcionalidad entre el tiempo de formación y sus frutos prácticos, otros ejemplos muestran que el mismo carácter relativo puede aplicarse a la formación recibida en su totalidad. Así, cuando el psiquiatra Maxwell Jones iniciaba su modelo de comunidad terapéutica en hospitales psiquiátricos de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, pronto descubrió que para los fines del modelo era preferible contar con personal de enfermería que no tuviese formación en psiquiatría. Y es que su aproximación implicaba una ruptura tajante de los conceptos tradicionales del campo de la psiquiatría, y quienes habían sido formados en ellos experimentaban más dificultades para asumir y poner en práctica los nuevos puntos de vista.

Ahora que el Consejo de Ministros ha aprobado que las comunidades autónomas puedan contratar docentes que no dispongan del máster de Profesorado que acredite su formación didáctica, cabe preguntarse por las razones de esta decisión. Puesto que el Ministerio de Educación ha circunscrito su aplicación a la crisis sanitaria, cabe suponer que su justificación se halla en que la batería de cambios adoptados en los centros educativos —bajada de ratio y desdoblamientos, sobre todo— han disparado la demanda de profesorado hasta tal punto que se necesita rebajar los requisitos de acceso para poder atenderla.

Con todo, ni las comunidades ni el Ministerio han ofrecido números concretos de los profesores que faltan, ni previsión alguna sobre aquéllos a los que la adopción de esta medida dará entrada al sistema. Sólo se mencionan las «dificultades» que están encontrando las diversas administraciones para cubrir las plazas, sin que nada sepamos acerca de la naturaleza de esa dificultad. Los únicos números disponibles son los que han ofrecido los decanos y decanas de las facultades de Educación de las universidades españolas: el máster ha certificado 30.800 nuevos profesores y profesoras de secundaria por curso, 114.799 entre 2015 y 2019, y más de 200.000 desde su implantación en todas las comunidades autónomas.

Con estas cifras en la mano, no parece probable que las dificultades que las administraciones están experimentando tengan que ver con la falta real de profesorado. Como apuntaba el decano de la Facultat de Magisteri de la Universitat de València —el profesor Óscar Barberá— en su respuesta a la decisión del ministerio, pareciera que los problemas y las dificultades que apuntan las comunidades autónomas fuesen de índole administrativa, los propios de una gestión ineficaz, desordenada y precipitada de los recursos humanos con los que se cuenta; una gestión que ahora, en tiempos de emergencia, se ve desbordada por las circunstancias y reclama a todo el mundo que se adapte a su ineficacia y facilite su tarea. Pero, ¿a qué precio? ¿A costa de qué?

A costa de casi todo. El escándalo es mayúsculo y propio de países tercermundistas. Lejos de lo que sucedió en el caso de Maxwell Jones, donde la falta de formación específica del personal de enfermería rendía beneficios a su nuevo modelo terapéutico, permitir que el profesorado ejerza sin la formación didáctica correspondiente implica escatimarles la posibilidad de familiarizarse con el núcleo básico de la profesión que deben desempeñar. Nada bueno, ninguna innovación o cambio de paradigma educativo se derivará de la completa ignorancia de esta práctica social, sólo de su profundo conocimiento. Precisamente, el máster de Profesorado en Educación Secundaria tiene el objetivo de ofrecer a estudiantes licenciados en un campo de estudio dado la transición desde el reino de la ‘doxa’ u opinión sobre cuestiones educativas a la ciencia didáctica y pedagógica. Su premisa es que los graduados universitarios no deben basar su futura docencia en los institutos de secundaria únicamente en la experiencia que ellos mismos hayan tenido como alumnos.

De lo contrario, correrán el riesgo de repetirla y dirigir su propia docencia sólo hacia el tipo de estudiante que ellos mismos fueron: su enseñanza será un mensaje que se tiene a sí mismos como destinatario, que hablará únicamente su propio lenguaje y que, por lo tanto, sólo será recibido y entendido por aquellos alumnos que se les parezcan. Irremediablemente muchos otros quedarán fuera. Para evitar esta dinámica, que iría en contra del principio de movilidad social que asumen las sociedades democráticas, el profesorado ha de saber cómo crear aproximaciones al saber científico y artístico del currículo que sean capaces de recoger y enriquecer la diversidad de lenguajes, identidades y culturas que define a los estudiantes.

Difícilmente puede un país caer más bajo que malvender este objetivo para contentar a unas administraciones que, con esta pandemia, ya no pueden camuflar su propia incapacidad e ineficiencia. Bien haría la Conselleria d’Educaciò, Cultura i Esport de la Generalitat en no activar esta medida, si es que quiere ser coherente con los importantes esfuerzos que ha realizado hasta la fecha para ofrecer la mejor educación posible en estos tiempos tan terribles.