Opinión
Jaime San Ambrosio Ferrer
La seguridad del hogar
Las Naciones Unidas designaron el primer lunes de cada octubre para conmemorar el Día Mundial del Hábitat, y hoy, aun cuando los debates sobre la vivienda se centran en la okupación, su sostenibilidad, y su precio, debe reflexionarse sobre su protección legal
Si este año muchos han marchado al campo huyendo del confinamiento pandémico, hace 2.475 años el dramaturgo Esquilo hizo lo propio, pero en su caso por miedo a morir aplastado por el derrumbe de una casa, tal y como le predijo el Oráculo de Delfos. Lo cierto es que, finalmente, murió al caerle una tortuga en el cogote. Se Non è Vero è Ben Trovato.
Que el techo no nos caiga en la cabeza, además de un temor insidioso para los funcionarios de la Agencia Tributaria en Valencia, ha sido una preocupación ancestral, pues gastarse el dinero de media vida en algo que se cae a pedazos no es plato de buen gusto, y menos si lo hace encima de uno.
El derecho a «disfrutar de una vivienda digna y adecuada», que se recoge en nuestra Constitución como un principio rector más que como un derecho, no cuenta ni tan siquiera con una Ley Orgánica que lo regule y garantice. Con todo, los Estados siempre han perseguido, a su manera, resolver las inquietudes de aquellos que han podido adquirir una vivienda. El código de Hammurabi (año 1750 a.C.) lo regulaba: «Si un constructor levanta una casa para un hombre y no la hace firme, y la casa que ha construido se derrumba y causa la muerte a su propietario, el constructor será ejecutado. Si causara la muerte de un hijo del propietario de la casa será ejecutado un hijo del constructor. Si causara la muerte de un esclavo, le entregará al propietario un esclavo de igual valor».
Actualmente la Ley no es tan estricta. Ni mucho menos.
Durante el boom de la construcción surgieron de la hormigonera, cual Venus modernas, casi tres millones de viviendas, muchas de ellas construidas rápido y mal. La paleta y la llana casi pueden considerarse armas homicidas en algunas manos –que se lo pregunten a Montressor- y se acabó por aprobar normas más específicas, primero la Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación (LOE), que vino a refundir, aproximadamente, toda la jurisprudencia que se había construido sobre el precepto del Código Civil que data del 1.889.
Posteriormente se dictó el bendito Código Técnico de Edificación (2006), que fue completamente decisivo para fomentar la calidad y seguridad de las edificaciones en general.
Sin embargo, si todo hijo de vecino tiene claro que, el plazo de garantía para reclamar un defecto de fabricación de cualquier producto nuevo, como por ejemplo un electrodoméstico, es de dos años, resulta sorprendente que se desconozcan los plazos del bien más importante y costoso de nuestra vida: nuestra casa.
La pintura de un coche nuevo tiene que durar, por lo menos, dos años. La de una vivienda nueva, un año. Lo mismo para el alicatado, revestimiento, y en general todo lo que sean acabados y no impida habitar la vivienda. Toda una contradicción.
El segundo plazo de garantía que establece la LOE es de tres años, y se refiere a los daños que afecten a las canalizaciones, instalaciones eléctricas, impermeabilizaciones, y en definitiva, todo aquello que necesitamos para vivir pero que no sea la propia estructura del edificio (vigas, pilares, etc.). Nuevamente insuficiente, pues un edificio en el que el agua del tejado filtre a nuestras casas, en que no funcionen los desagües, o sin suministro de agua potable o luz, no merece ser llamado vivienda.
Respecto al tercer y último plazo de garantía, primero debemos preguntarnos cuánto debe durar una vivienda, o al menos, cuánto debe hacerlo sin una rehabilitación de la estructura. Un principio no escrito en arquitectura es que una edificación debe durar con seguridad unos 100 años. La Ley escrita nos manda revisar los edificios, como la ITV para los vehículos, tras 50 años. Si aceptamos que, con el debido mantenimiento, un edificio debe durar 150 años, el plazo de 10 años de la LOE respecto a su estructura, nos acota la garantía a menos de un 7% de su vida útil. Completamente insuficiente teniendo en cuenta que se trata del lugar en el que vivimos nuestra vida, y que adquirimos con la expectativa de que nuestros hijos la disfruten.
El hogar es la base de la civilización, y ahora que se construye bien, debe garantizarse mejor.
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