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Las noticias falsas, eso que conocíamos antes como mentiras pero que dicho en inglés, fake news, suena mucho más impresionante, han medrado gracias a la pandemia del Covid-19. Las propias cifras que las administraciones hacen públicas –con una cadencia curiosa porque los fines de semana parece que no hay nuevos infectados ni más muertos– han sido el paradigma mismo de la mentira institucionalizada hasta el punto de que las estadísticas se convierten en pases mágicos propios de Merlín. Pero las explicaciones sobre esos datos de nula credibilidad son aún más aleccionadoras respecto del alcance de la mentira. Cuando al muy reputado portavoz del Gobierno en materia de desinformación sanitaria, el doctor Fernando Simón –cuyo cargo oficial es de director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, todo un eufemismo en sí–, se le preguntó durante el primer brote del coronavirus por qué en aquellos meses había en España muchos más muertos que en los años anteriores dijo que a lo mejor había habido algún accidente terrible. Eso en plena época de confinamiento de todo el país. El doctor Simón no quiere que le llamen doctor porque le falta la tesis; busquemos otra palabra.

La mentira se expande desde las alturas en un intento de sacar provecho político a la situación, como es sabido, pero con resultados inciertos. El último episodio y quizá el más aleccionador de todos es el del contagio sufrido por el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y su mujer Melania. Ésta última desapareció de inmediato de las noticias, porque en su caso sirven de muy poco la mentira y la verdad, pero abundaron las informaciones acerca del estado de salud del ocupante del despacho oval de la Casa Blanca, notorio negacionista del Covid-19 y de sus consecuencias, quien, pese a ello, fue internado de inmediato en un hospital militar.

Las propias cifras que las administraciones hacen públicas han sido el paradigma mismo de la mentira institucionalizada, pases mágicos propios de Merlín

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A partir de ahí, las informaciones sobre el estado de salud del presidente fueron un verdadero caos. La rueda de prensa dada por el equipo médico que atendía al paciente en el hospital Walter Reed y las declaraciones del jefe del gabinete de Trump, Mark Meadows, desataron la inquietud al hablar de gravedad y caída en los niveles de oxigenación. Al poco, las imágenes del presidente trabajando en una sala que no parecía propia de ningún hospital y las palabras de los líderes republicanos asegurando que se encontraba en perfecto estado intentaban minimizar los daños. Como resultado, no había forma de creer lo que decían ni los médicos ni los políticos. Y eso, hablando de la figura más transparente que debería existir en el planeta. No se trata de un oscuro dictador del Tercer Mundo encerrado tras los muros de su palacio.

Es el problema que tienen las mentiras: pueden modelarse a voluntad pero no se sabe nunca cuál será el alcance de sus secuelas.

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