No resultó casual que la reapertura de las salas de cine el pasado 26 de junio tras el fin del estado de alarma fuera celebrada en muchos locales con la proyección de ‘Cinema Paradiso’. Sin duda alguna, esta película italiana de 1988, dirigida por Giuseppe Tornatore y que cuenta con un magnífico Phiippe Noiret como protagonista, se encuentra entre los filmes que mejor homenajean a esa magia de los sueños, de historias de todo tipo plasmadas en una pantalla grande y contempladas en una sala oscura. Es cierto que ‘Cinema Paradiso’ rezuma un aire nostálgico, pero representa a la vez un lúcido homenaje a un fenómeno como el cine que ha marcado nuestras vidas desde hace más de un siglo. La exhibición cinematográfica ha sufrido y seguirá sufriendo un duro golpe en estos tiempos malditos de una brutal pandemia sanitaria. Todo ello porque, a pesar de las medidas de seguridad y de la limitación de aforos, muchos aficionados temen al contagio de coronavirus en locales cerrados, más expuestos que los espacios abiertos. Así las cosas, cuando el descenso en el número de salas parecía frenarse en nuestro país (entre 2009 y 2019 desaparecieron cerca de 300 pantallas), la crisis impulsó todavía más el declive. La proliferación de plataformas digitales, el auge de las series televisivas y el creciente individualismo en los hábitos culturales, entre otras razones, amenazan con enterrar esa sana costumbre de ir al cine como un ejercicio activo de sociabilidad y enriquecimiento cultural.

Algunos historiadores del cine pronostican que, en un futuro más cercano que lejano, tan sólo subsistirán dos tipos de salas: aquellas que programen grandes superproducciones ‘made in USA’ en locales inmensos de centros comerciales o de ocio y las que opten por un público más minoritario, pero fiel que busca otras cinematografías, la española incluida, y además en versión original. Dicho de otro modo, ese cine llamado de clase media que bascula entre la comercialidad y la calidad, entre el espectador de aluvión y el buen aficionado, hallará difícil acomodo en las salas. Se trata de un fenómeno que ya observamos sobre todo en las ciudades, ya que en los municipios pequeños se han de conformar con una oferta muy limitada. De hecho, aquellas entrañables salas de barrios o pueblos, al estilo de ‘Cinema Paradiso’, ya pasaron inevitablemente a la historia. Pero los sociólogos de la cultura suelen afirmar que los soportes técnicos se transforman constantemente, pero las formas tradicionales acaban sobreviviendo. Buena prueba de ello, pese a los agoreros de una impostada modernidad, son la pervivencia del libro en papel o de la fotografía en blanco y negro. Por no hablar del teatro, ese arte tan directo y tan humano, que cumple más de dos milenios de vida con una mala salud de hierro. Así pues, confiemos en que las salas de cine, con palomitas o sin ellas, con discusiones a la salida o sin ellas, sobrevivan a esta crisis y a otras venideras. Y no por una paralizante melancolía, sino porque el cine representa también un ritual colectivo que no conviene perder en estos tiempos de confinamientos físicos y, lo que es peor, mentales.