Me comunica una lectora su deseo de que los cargos públicos no hagan el ridículo. Y aunque el tema se presta a un jugoso juicio ‘ad homine’ o ‘ad muliere’ (con acento prosódico en la primera sílaba) es igualmente fascinante desde un punto de vista sintético.

Flotar sobre la balsa de aceite de la inmoralidad que lo pringa todo, sin dejarse tragar ni sumergirse en ella, es el deporte predilecto de los que creen moderno comprender algo donde no hay nada que comprender, subrayar con rojo el fraude donde no lo ha habido, descubrir intrincadas fórmulas de vender o disfrutar de primicias que son siempre el mismo producto, en hacerlo todo enredado, extravagante y artificial. Por eso, la palabra ‘ridículo’ de la que todos huyen es quizá de las que más han evolucionado semánticamente en nuestro diccionario y sin duda la más difícil de definir por nuestra intrínseca soberbia patria.

En España se aprende primero a escribir, luego a leer, luego a hablar y luego a escuchar. Se olvida primero cómo escuchar correctamente, fosilizando así los otros aprendizajes. Escribir y hablar bien el castellano, el valenciano o el inglés, puede ser tan imprescindible en como prescindible. Según quién te dé el carné. Da igual que lo más importante de un idioma sea entender y hacerse entender por el otro. Hablar mal ha sido siempre un motivo para ser señalado con el dedo, excepto si eres letrista de Mecano, vedete visual, usuario de modismos atávicos o si tienes un título nobiliario que acredita que podrías hacerlo bien, pero no te da la real gana.

Hablaron ‘mal Nat King Cole, Rafaella Carrá, el mítico comentarista de cine Alfonso Sánchez o don Manuel Fraga, sin que sus discursos perdieran un ápice de dignidad. Si escuchamos las palabras grabadas por las voces de Ortega y Gasset, Dolores Ibárruri, Francisco Franco o Victoria Kent sin situarlas en el tiempo y en sus personalidades, nos recordarán a los discursos de Cantinflas o Antonio Ozores, aunque fueran voces que hablaban desde su verdad.

Los artistas sabemos bien qué es el ridículo porque nos enfrentamos a él cada día, sin red ni asesores. No me refiero al antiguo pudor natural de hablar en público -las nuevas generaciones han acabado con él porque se escuchan mucho a sí mismos- sino a que cuando un estilo, una moda, una idea o un sentimiento dejan de ser verdaderos para nosotros, necesitamos encontrarles una nueva razón. Los políticos pueden imitar nuestros acentos, actitudes o disfraces para representar un personaje, pero nosotros no utilizaríamos su dialéctica para convencer a no ser que creyéramos que nuestros espectadores son imbéciles. Y eso no quiere decir que muchos artistas de hoy no lo crean y aprovechen que las grandes audiencias las conforman bondadosos indocumentados.

Las personas admiradas de nuestra época, mujeres y hombres fatales, fracasados con efecto retardado, son prestidigitadores que dejan traslucir groseramente el engaño por las costuras. Saben que eso les iguala con todos y les hace inmunes porque nadie se atrevería a estirar del hilván.

A nuestros conspicuos predecesores se les alababa por su sencillez, su pureza, su incorruptibilidad. Hoy se consideran muy humanos errores y maldades y se es condescendiente con la becaria que tuviera sexo anal para conseguir su actual puesto de telefonista porque «cualquiera lo haría» y se comprende que tal empresario arruine a otro, porque de eso se trata el juego.

Si se han dado cuenta de la ausencia casi completa de la poesía como necesidad en estos últimos años, es porque ese arte no está compuesto de rimas contagiosas sino de comprensión, significado y palabra, como dijo Luis García Montero. Poesía es el único arte que se mira a los ojos. Por eso pueden pasar siglos sobre los sencillos versos de Cátulo y seguirán recobrando la vida en cada momento que sean leídos. No existen profesores de poesía, pero sí hay exámenes con solemnes diplomas en las orlas del ridículo.

A pesar de que la vida sigue siendo asombrosa, hoy hace el ridículo el que no se mira a sí mismo: el que busca deslumbrar obviando complejos y se justifica porque los demás también lo hacen; el que ocupa un puesto en el que se cree imprescindible; el que cree que cuidando su cuerpo de tal manera estará a salvo de su destino; el que acumula para estar a salvo de las pobrezas del mundo.

El ridículo se nos presenta hoy como la primera taza de té, la primera ostra, el primer cigarro, el primer vuelo. Disgustan, o en el mejor de los casos te dejan indiferente. Pero el segundo cigarro emborracha, la segunda ostra emociona, el segundo vuelo excita. La segunda vez que un imbécil se entrega a las prácticas sustitutivas de la inteligencia, su preparación es completa y esa cosa bellísima que se llama vicio triunfa y convierte en una forma de vida deseable el hecho discontinuo de mentirse, traicionarse, degradar su honestidad, y quedarse embelesado con los discursos huecos. Discursos siempre incomparables porque son todos igual de falsos. Lo único que se puede comparar son dos verdades, lo demás no tiene sentido.