Cuando se llega a cierta edad, ésta marca un punto y aparte. Las leyes fijan hasta cuándo podemos trabajar, cuánto cobraremos como jubilados y en qué condiciones. Simultáneamente, se nos exime de buena parte de las tasas farmacéuticas, pasamos a ser potenciales clientes del Imserso y recibimos mil y una ofertas de comercios y otros servicios empeñados en integrarnos en su categoría de clientes ‘plata’.

Se produce, no obstante, un cambio no por silencioso mucho menos importante: el tiempo pasa de cotidiano recurso cronológico a convertirse en un compañero existencial que nos interpela. Sentimos que la vida, siendo como es una sucesión de incógnitas, dispone de una certeza irrebatible ya que, en algún momento, llegaremos al final de su disfrute. Pese a ello, se evita hablar e incluso pensar sobre un hecho tan natural como la propia existencia mientras se agudiza el oído cuando la radio o la prensa hablan de la extensión media de la esperanza de vida; más todavía cuando distinguen entre ésta y la que se alcanza llegados a las edades avanzadas. Es entonces cuando conocemos que los demógrafos nos atribuyen una expectativa más prolongada, al descontarse los decesos de cohortes anteriores.

Por egoísta o cruel que resulte, la anterior información atenúa la ansiedad. La adición de nuevos años de vida, aunque se desprenda de una extrapolación estadística, conlleva una mayor probabilidad de que realicemos viajes, conozcamos lo que son los cruceros, aunque sea en temporada baja, ampliemos las tertulias con las amistades, extendamos nuestro conocimiento cultural o exploremos el amplio universo del voluntariado.

Pese a ello, la reconciliación entre la edad y el tiempo no aporta a todos el goce de los objetivos anteriores. Los jubilados se encuentran con un desplazamiento generacional que ha alterado el curso del pasado: ahora conviven cuatro generaciones y se intensifica la necesidad de prestar cuidado a los padres supervivientes y de atender a los nietos.

Un espacio de nuevas obligaciones cuyo detalle y alcance se conoce a medida que se introducen en la rutina cotidiana. No nos ocurre como a los holandeses que, ya en el siglo XVII, fijaban con anterioridad y gran detalle las obligaciones que asumían con sus progenitores, proporcionales en general a lo que esperaban recibir de herencia. En nuestro caso, aunque se observen excepciones, lo que se da a abuelos y nietos, en tiempo de asistencia y otras ayudas, suele escapar a la rigurosidad contable y se encuentra más próximo a la caja de los afectos y proximidad familiares.

Con todo, la contrapartida a esta nueva etapa de trabajo ‘ad honorem’ es agridulce. Dulce, por lo que acumula de convivencia afectiva y de implicación activa en una tarea útil que aleja de la mente la sombra de ese deterioro que amenaza a nuestra carcasa física y su soporte mental. Incluso cuando trabajamos con personas más ancianas, nuestra actividad y capacidades subrayan las ventajas de la edad que nos separa. Agria, porque la inversión de tiempo, aunque sea en seres queridos, se hace a costa del periodo en el que mejor se conserva la forma física y la lucidez mental imprescindibles para el conocimiento y disfrute de una etapa vital libremente moldeada.

La covid-19 no ha hecho sino transformar y reforzar la dimensión ácida, con ese confinamiento reforzado que, de hecho, lleva a los mayores a vivir alejados de numerosas formas de envejecimiento activo y a la racionada dispensación de afecto hacia los más próximos. Ojalá circunstancias extraordinarias como las actuales se aprovechen para que la formación ciudadana de los más jóvenes contemple que la demanda de prudencia sobre sus actos y diversiones responde, entre otros motivos, a que el valor de un año de vida es superior para una persona mayor que para quien se inicia en la vida adolescente o adulta. Edad y tiempo: tan próximos y, a la vez, tan distantes cuando las primeras y las últimas nubes salpican el horizonte.