Vivimos una situación de excepcionalidad que se nos quiere enmascarar como de normalidad, aunque la connotemos con el adjetivo de nueva. Todas las experiencias vitales que pasan por cualquier tipo de relación social e interpersonal se ven afectadas por la pandemia. Desde marzo y con el confinamiento se logró limitar su expansión, pero con la apertura de las medidas hemos vuelto nuevamente a una situación que nos recuerda que la convivencia con el virus no es la mejor de las opciones.

Las políticas de la covid-19 han sido transversales, abarcando esferas como la individual, grupal/familiar, comunitaria/social, empresarial, sanitaria y política. ¿Qué ha fallado entonces para que estemos hablando de una segunda ola? ¿Y quiénes hemos fallado y en qué esferas? Los paradigmas de intervención y propuestas han sido variados -aunque tampoco excesivos- pero, aun así, nos limitamos a una fórmula que no ha proporcionado buenos resultados, con sus esperadas consecuencias: continúa la crisis económica y sanitaria, y con expectativas de agravarse, y junto a ellas, aunque menos citadas, asistimos a una crisis relacional. Todo en su conjunto está creando una ciudadanía de segunda al quedar relegada en los márgenes de lo que el virus ‘permite’ realizar. ¿Por qué entonces no ponemos en práctica lo que otras voces proponen?

Michael Mina, profesor en la Universidad de Harvard, asegura que sería posible acabar con el coronavirus en unas tres semanas a partir de unos tests rápidos y masivos cada dos o tres días que podrían realizarse incluso en casa. Inicialmente, se desconfió de los tests. En estos momentos, aunque desde el ámbito político se cuestione su viabilidad, expertos sanitarios y sociales de nuestro país lo recomiendan junto con un mayor número de rastreadores para atajar la transmisión.

La OMS señaló a Nueva Zelanda como ejemplo para controlar la pandemia después de no registrar casos durante periodos largos. El director de salud neozelandés señaló que el paradigma fue seguir la estrategia de ‘eliminación’ de la enfermedad, en lugar de la ‘mitigación’ que conlleva la convivencia con el virus. Se busca eliminar la curva de contagios y no aplanarla. En España, desde instancias sanitarias se lanzaron mensajes contradictorios. Tanto que debíamos aprender a convivir con el virus como, en oposición, que la convivencia ni era posible, recomendable, ni la solución. Actualmente ya podemos significar la convivencia y sus secuelas relacionales, sanitarias, económicas y políticas. Estamos ante una crisis y las medidas paliativas, heredadas del sistema sanitario, de seguridad social y servicios sociales, no van a prevenir que continúe agudizándose y, posiblemente como suele suceder, afecte más a la población ya de por si vulnerable.

Resulta difícil de entender en ocasiones, si la gravedad del virus como nos dicen es real (aspecto que sí atestiguan las cifras), que no se busquen nuevas estrategias de erradicación para que no tengamos que escuchar desde ámbitos políticos y sanitarios que se ha vuelto a actuar tarde. Actuaciones tardías, en estos momentos, deberían ser foco de reflexión política cuanto menos.

Ante una crisis como la actual deberíamos exigir una respuesta política que se escriba en mayúsculas y que, desde la coordinación, traspase fronteras. El virus no entiende de ellas; sí, en cambio, su incidencia y letalidad donde los sistemas sanitarios son más deficientes, creando desigualdades entre territorios.

Debemos apostar por la prevención desde la eliminación y atajar de este modo las consecuencias que no cesarán mientras se conviva con el coronavirus. Apostar por un sistema eficaz y eficiente, como elementos de política inteligente, cuyo reto actual es el de reescribirnos conjuntamente como comunidad, incluso más allá de las fronteras, para eliminar un virus, que no sabe de ellas.

Aún podemos cambiar las cosas. De nosotros, individual, grupal, institucional y colectivamente depende.