Anda la clase política española debatiendo sobre la futura ley de educación. Otra. En este país cambiamos de ley de educación cada dos por tres, lo que viene a confirmar que en realidad no sirven para nada. Se habla de la posibilidad de pasar de curso sin límite de suspensos. Muchos alzan el grito hacia los cielos y vienen a decir que estamos ante la amenaza más grande para el futuro de nuestro país. No lo sé. Puede ser. No digo que no, pero el aprobado general ya viene de años, de muchos años. En realidad, lo practicó la escuelita creada a mediados de los años cincuenta por un cura revolucionario italiano, don Milani, al que el obispo de Florencia envió medio exiliado a una pequeña aldea de cuatro casas medio abandonadas: Barbiana. Allí puso en marcha su escuela revolucionaria, pensada para los más desfavorecidos académicamente, aquellos que no eran capaces de soportar el sistema de aprobados y suspensos. Les enseñó autoestima y a abrir los ojos a las distintas culturas y realidades. Les enseñó oratoria, tan necesaria para influir en la sociedad. Involucró a los padres de una manera activa y consiguió que la mayoría de muchachos que a ella acudieron fueran hombres formados en el espíritu creativo y crítico. Y triunfadores. Pero murió don Milani, murió la escuela y Barbiana quedó como una especie de referencia sentimental y utópica para los maestros vocacionales. Aquella escuela rompió con las leyes educativas. En realidad, aquella escuela demostró que la intervención del Estado en los programas y las exigencias burocráticas sólo sirve para hacer fracasar a la mayoría.

No creo que lo de los aprobados y suspensos de la ministra se haya inspirado en la escuelita de aquel curita, por muy revolucionario que fuera. Dudo incluso que la ministra de Educación sepa de la existencia de aquella comunidad educativa tan innovadora y tan utópica. Llegados a este punto del debate sobre aprobados o suspensos, algunos caemos en la tentación de recordar que con ley de educación o sin ella, el futuro de un país depende más de los valores que seamos capaces de expandir en la sociedad que de las notas de un examen. Esa era la médula del pensamiento de Barbiana. Allí había que trabajar, que optar por una formación individualizada en un ambiente de solidaridad y de interacción con el medio. Cada cual según sus condiciones y posibilidades. Nadie quedaba excluido. Aquí encerramos a los alumnos en edificios, les imponemos que a los ocho años sepan los órganos necesarios para las funciones vitales de nutrición, relación y reproducción o el proceso de descomposiciones polinómicas, algo sin lo cual no podrán ser felices ni hombres de provecho. Llenamos sus mochilas de libros, para cargarlos de ansiedades por deberes y compromisos dictados por la autoridad. Los maestros apenas disponen de tiempo para pensar. Lo primero, atender las exigencias de los no sé cuántos servicios de la Administración que envían papeles y exigen papeles. Así se extiende la creencia de que los colegios, institutos y universidades son, en realidad, guarderías. En algún lugar que no sean las calles ha de estar la gente joven sin trabajo. Los metemos con más de veinte años sin pegar golpe, sin sacrificios, sin conocer la dureza de ganarse el pan con el sudor de la frente o con dolores de espalda. Y a todo eso le ponemos propaganda: igualdad de oportunidades.