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Juan José Millás.

¡Qué bien sonaba!

Fui al tanatorio a dar el pésame a la viuda de un amigo. Tras el trámite, me asomé por cortesía al escaparate en el que permanecía expuesto el cadáver. Lo habían vestido con un traje negro y un jersey a juego, de los de cuello alto. Parecía un existencialista de los años 60 o 70 del pasado siglo. El detalle que más me sorprendió, no obstante, fue el de las manos: se las habían metido en los bolsillos del pantalón obligando al muerto a adoptar un gesto casual, como si no esperara ya nada de la vida. Era la primera vez que veía a alguien irse al otro mundo de ese modo. Pensé que, para completar el cuadro, deberían haberle colocado en los labios un cigarrillo a medio consumir. 

Nos pasamos la vida innovando, pero no logramos cambiar lo sustancial. Lo sustancial es que nacemos, nos frustramos, nos alegramos, comemos, bebemos y morimos. Allí estaba yo, en fin, observando al fallecido, preguntándome cómo me expondrían a mí cuando llegara el momento. El cualquier caso, una cosa es cierta: hay ya un escaparatismo de la muerte como hay un escaparatismo de la charcutería o de la moda. Ignoro cuándo se inventaron los escaparates, pero sé lo importante que han sido para mí. De pequeño, cuando iba y venía del colegio, me detenía frente al de una sastrería donde se exponían modelos femeninos de cartón pierda ataviados con los trajes de la época. He contado en algún sitio que estuve profundamente enamorado de uno de aquellos maniquíes que me observaba desde el otro lado como solicitándome que la liberara de aquella estática condición. En mi delirio, me parecía que aquella mujer artificial sudaba, pues sus trajes tenían siempre un cerco de humedad en las axilas. 

También en la chaqueta de mi amigo existencialista me pareció advertir ahora ese cerco. Estuve a punto de decírselo a la viuda:

-Creo que Roberto está sudando.

Pero me callé y me fui. Salí del tanatorio a la vida exterior con las manos en los bolsillos, silbando una canción de Jacques Brel. Y mientras avanzaba por la calle, sentí que progresaba al mismo tiempo por el interior de mi propia vida hacia el vertedero en el que acaban todas las existencias. Pero Jacques Brel, ah, Dios mío, Jacques Brel… ¡Qué bien sonaba todavía!

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