Miguel Hernández nació hace 110 años en Orihuela, el pueblo de Ramón Sijé, su fraternal amigo y primer mentor, de quien se distanció más tarde sin que ello fuera óbice para que, ante su muerte, en su hermosa ‘Elegía’, le requiera «volverás a mi huerta y a mi higuera, por los altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera…, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero».

Miguel murió con sólo 31 años y estremece pensar, como recoge Gracia Ifach, al seleccionar sus poemas, en el apretado caudal de arte que su cuerpo joven se llevó a la tumba. Nos dejó su primera obra culterana, subyugado por Góngora, en ‘Perito de lunas’, también el auto sacramental de inspiración calderoniana ‘Quién te ha visto y quién te ve’, en su lucha, según Sijé, entre la influencia de los clásicos y la búsqueda de su propio estilo personal.

Superada la etapa anterior, Miguel crea ‘El silbo vulnerado’ y ‘El rayo que no cesa’. Más tarde, en ‘Otros poemas’, escritos entre 1933 y 1936, muestra su admiración por Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, a quienes dedica dos hermosas odas en verso libre: ‘Oda entre arena y piedra’, a Aleixandre, «te recorre el océano los huesos, relampagueando perdurablemente»; y ‘Oda entre sangre y vino’, a Neruda, «alrededor de ti, Pablo, todo es chicharra, loca de frotarse, hasta callar de pronto hecha pedazos».

Y después la guerra. La guerra civil que Miguel vivió de cerca, solidario con sus compañeros, fiel a sus ideales republicanos. Acude al frente de Teruel, cuando más difíciles estaban las cosas, y surge ‘Viento del pueblo’, recitado, por el propio Miguel, en las trincheras, formando parte del llanto colectivo. Finalizada la guerra, y tras un paréntesis en la sencilla vida del campo con la pieza dramática ‘El labrador de más aire’, que tan bien conocía Miguel, llega el periodo desolador de la posguerra, ‘Cancionero y romancero de ausencias’, «tristes guerras si no es de amor la empresa, tristes armas si no son las palabras, tristes hombres si no mueren de amores».

Poco antes de su muerte, Miguel, desde su encierro, donde siente que solo la sombra le alumbra, dedica su bellísima ‘Nanas de la cebolla’ a su esposa Josefina Manresa, que alimentada con tan solo pan y cebolla, tiene apenas leche para amamantar a su hijo recién nacido, cuya vida, dice, le hace libre, le pone alas, soledades le quita, cárcel le arranca. Su admirado Vicente Aleixandre, el premio Nobel, diría de Miguel, ante su tumba: «Tú, el puro y verdadero, tú, el más real de todos, tú, el no desaparecido». Siempre en nuestro recuerdo.