A día de hoy contabilizamos más de 44,5 millones de casos de infección por coronavirus en el mundo y más de 1,1 millones de muertos. La proliferación y la mala evolución de los brotes que han seguido al verano auguran una probabilidad no deseada de que la segunda ola de covid-19 sea aún peor que la primera. Desde el primer momento (y retrocedo a mediados de febrero) me he concienciado en mi obligación de ser coherente como médico, aportando con mis intervenciones una información veraz acerca de la pandemia por coronavirus, así como difundir las medidas que están en manos y en la actitud de todos para frenar la expansión de esta epidemia.

He militado en el optimismo realista de llamar a las cosas por su nombre, y no me he dejado llevar por ningún sesgo ideológico a la hora de censurar lo censurable y aplaudir lo plausible, por parte de los gestores de este grave problema de salud pública que ha cambiado nuestras vidas. 

Sin embargo, un aura de pesimismo, o tal vez desencanto, nubla hoy mi perspectiva de la realidad y mis pronósticos de cara a futuro. Percibo demasiada incoherencia y contradicciones por parte de los responsables de nuestra salud. También por parte de nosotros mismos, los habitantes del planeta Tierra, al sufrir el sabotaje incívico de una cohorte de irresponsables que prefieren el placer de una noche de bullicioso jolgorio o tomar unas cañas de cerveza fría en una terracita, antes que custodiar la salud propia y la de sus conciudadanos. 

El desencanto me ha llevado a no soportar que me ofrezcan una galleta como a un perro, para que mueva contento el rabo, galletas envenenadas de doble intención en forma de incumplibles promesas como asegurar que a final de año dispondremos ya de una vacuna que combata al virus letal. Por mi condición de médico y porque tengo dos dedos de frente, sé de buena fuente (la fuente de mi formación en epidemiología) que podría llegar pronto un proyecto de vacuna, efectivamente, pero de ser así lo haría en una fase experimental de estudio y sólo se aplicaría a un sector muy concreto de la población y seguramente con la necesidad de un consentimiento informado. Dada la complejidad del proceso de investigación de una vacuna, la duración de una investigación es habitualmente de muchos años. En el caso de la pandemia actual, la urgencia de la emergencia global sanitaria y la competencia de la industria farmacéutica han propiciado que se acorten lo más posible algunas de las fases de investigación, pero una vacuna definitiva y eficaz no es cosa de meses, sino de años, a veces muchos.

Me rechina la actitud surrealista de quienes proponen barbaridades como confinamientos a plazos o por días. Me asquean los empresarios que reivindican su prioridad por salvar la economía antes que las vidas de las personas. Me parece poco serio que hace un par de días, toda la politiquería (ministro de Sanidad incluido) haya acudido a un festorro con millonarios y famosetes, promocionado por un periódico digital, justo cuando no estamos para fiestas ni mucho menos multitudinarias. Fiestas exhibicionistas en las que se bajan las mascarillas con demasiada facilidad -quienes la llevan- al posar para los ‘fotocol’.

No soporto a esa tipo de gente que presumiblemente es -o debería ser- sensata y sin que nos demos cuenta nos envenena con emergencias como la necesidad de salvar la campaña de Navidad. ¿Qué Navidad? Pensémoslo bien por favor. Papá Noel y los tres Reyes Magos son población de riego y no creo que estén en condiciones de jugarse el tipo. ¿Serán tan sumamente psicópatas quienes pretenden que consumamos y cantemos villancicos repitiendo el desastre de este verano al actuar como si nada pasara?

¿Por qué el Gobierno (sería ideal que en consenso con el máximo número de partidos), no promueve campañas del estilo «estas navidades no serán normales porque no hay nada que celebrar», y las difunden masivamente como propaganda institucional en las pausas publicitarias de los programas televisivos de máxima audiencia? ¿Por qué quienes están al timón de la nave nos dan una de cal y una de arena, y pretenden que traguemos con el doble e imposible juego de salvar la sanidad pública y la economía al mismo tiempo?

Estoy tentado de desconectar de la prensa, radio y televisión. Dejar de ver informativos. Enclaustrarme en mi burbuja y no escuchar esas tertulias tan sesgadas por filias partidistas en lugar de por un interés honesto y dirigido a salvar el planeta y preservar la salud de todos sus habitantes.

No se trata de tirar la toalla, es simplemente que me siento como un gilipollas que predica en el desierto, un imbécil que intenta hacer bien las cosas, pero que cada día duda más de toda la información que le llega desde los cuatro puntos cardinales de las tendencias ideológicas. Y estoy harto de sentirme como un borrego manipulado al no tener acceso a las fuentes fiables que me informen de lo que realmente sucede mas allá de lo que a los poderes fácticos le conviene que yo crea.  

Hoy por hoy sólo me fío de mi instinto, y lo que más me preocupa en estos momento es la desigualdad, la injusticia, que en los telediarios no se diga nada de como afecta la pandemia en los países del tercer mundo donde según un reciente informe de la OMS hay dificultades para acceder a una necesidades tan básicas como el agua limpia o el jabón, ni siquiera la esperanza de una cama de hospital. También me preocupa el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos y a nuestros nietos, ya no solo en lo referente al ecosistema, sino también a la conciencia social, a la solidaridad.