El 11 de diciembre de 1987 ETA asesinaba en Placencia de las Armas/Solaruze (Guipúzcoa) al sargento de la Guardia Civil José Luis Gómez Solís. El agente, destinado en Elgoibar, iba acompañado de su esposa cuando tres terroristas se acercaron, la sujetaron a ella y efectuaron catorce disparos sobre el cuerpo del sargento, que murió en el acto. Tenía cuatro hijos.

Los autores del asesinato, Fermín J. Urdiain Ciriza, Jesús M. Ciganda Sarraeta y Juan C. Balerdi Iturralde, pertenecientes al Comando Eibar de ETA, contaron con la colaboración de un informador de Placencia de las Armas, Pedro J. Echevarría Lete, quien les avisó de la ubicación del agente. Tras el atentado, los terroristas huyeron en un coche a Eibar y allí se escondieron en la casa de dos colaboradores de la banda. En ese domicilio estuvieron hasta altas horas de la madrugada celebrando el asesinato, emborrachándose y recordando con chanzas el horror sufrido por la esposa del sargento

En aquel entonces yo estaba destinado como guardia civil en Oñate, una localidad cercana, y a través del tiempo me llega nítidamente el recuerdo de este asesinato, los terribles hechos, su funeral a puerta cerrada, el dolor, la rabia y la impotencia.

Recuerdos que han vuelto con fuerza tras ver los primeros episodios de ‘Patria’, la serie de HBO basada en el libro de Fernando Aramburu, libro que también leí en su día. Las impactantes imágenes en la serie del asesinato del ‘Txato’ tienen como escenario el mismo puente sobre el río Deva donde fue asesinado el sargento José Luis Gómez hace ahora casi treinta y tres años. Este dato puede ser fácilmente contrastable en el excepcional trabajo a favor de la memoria de las víctimas de ETA realizado por la asociación Covite en su ‘Mapa del terror’ recopilando, en un mapa interactivo, todos los atentados cometidos por ETA. 

Ambos atentados, realidad y ficción, quedan unidos en el tiempo no solo por ese escenario común, sino también por el retrato social que el autor hace en torno al asesinato, incluida la invisibilidad obligada a las víctimas, una segunda muerte pues eran enterrados en soledad y llevados rápidamente lejos del escenario del crimen, desaparecidos así de la realidad, como si nunca hubieran ocurrido los asesinatos.

No fue el único atentado de este día. En la madrugada de ese mismo 11 de diciembre, mediante un coche bomba contra el cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, ETA asesinó a once personas, entre ellas varios niños.

Dejando de lado la polémica por el desacertado cartel que anunciaba la serie, conviene situarnos en la realidad de nuestra historia reciente, también memoria histórica, y acercarnos, mediante esta serie de ficción y el propio libro que la sustenta, al recuerdo del sufrimiento de las víctimas que ETA y todo su entramado causaron en muchas familias y en la sociedad. Aramburu ya nos contaba el efecto devastador del terrorismo de ETA en ‘Los peces de la amargura’, una decena de relatos que abordan este tema desde varios puntos de vista y configura una visión centrada en las víctimas, desgraciadamente demasiado ausente en la narrativa de ficción existente sobre la violencia etarra, no así en otro tipo de obras que, desde el ensayo histórico, político y social, han analizado el desarrollo y efecto de ETA y todo su entramado.

Desde el mundo de la cultura, la primera crítica sobre la violencia de ETA la encontramos en mayo de 1980 cuando 33 representantes de la cultura vasca, entre los que se encontraban José Miguel de Barandiaran, Eduardo Chillida, Koldo Mitxelena, Julio Caro Baroja, José Ramón Recalde, Agustín Ibarrola o Gabriel Celaya, firmaron el manifiesto ‘Aún estamos a tiempo’. También es reseñable la resistencia de la librería Lagun de San Sebastián, casa de encuentro contra la impunidad de la violencia, que fue objeto de innumerables ataques y actos de vandalismo desde las filas abertzales, o el Concierto por la Paz que, a iniciativa del cantante de la Orquesta Mondragón, Javier Gurrutxaga, se celebró en el estadio de Anoeta tras el asesinato del concejal donostiarra y presidente del PP vasco Gregorio Ordóñez, donde también se produjo un llamamiento a la libración del industrial José María Aldaya que se encontraba entonces secuestrado por ETA.

Estos ejemplos -no son los únicos, cabe también destacar el esfuerzo desde mediados de los ochenta de Gesto por la Paz, uno de los pocos movimientos nacidos de la sociedad civil- de la respuesta del mundo de la cultura vasca contra la violencia de ETA, no ha contado con voces narrativas que, desde dentro, se atrevieran a ofrecer un alegato a favor de las víctimas y exponer nítidamente el retrato de una sociedad totalmente contaminada por un único relato, el de ETA y su entorno, y ahí estriba el éxito de ‘Patria’, de la narrativa de Aramburu y su efecto liberador.

Llevamos demasiado tiempo escuchando palabras tales como ‘conflicto’ cuando determinados dirigentes políticos y personalidades de diferentes ámbitos se refieren a lo ocurrido en el País Vasco en nuestra democracia. Por supuesto que existieron, y está probado, grupos que cometieron también asesinatos (ATE, AAA, BVE, GAL), pero pretender reducir todo a un mero conflicto político similar al de Irlanda del Norte es olvidarse de que la mayoría de los atentados de ETA, y los más cruentos, se cometieron cuando en España había una democracia que permitió, entre otras cosas, que el brazo político de ETA, Herri Batasuna, pudiera legalizarse como partido y participar en las distintas elecciones democráticas. No existió tal ‘conflicto’ cuando en este país, en un ejercicio de generosidad y de buenas intenciones, se aprobó en octubre de 1977 la Ley 46/77 que supuso la amnistía y puesta en libertad de los presos condenados por motivos políticos y otros delitos derivados de actos políticos, rebelión, sedición, etcétera, que supuso el retorno de cerca de novecientos refugiados y la salida de prisión de todos los presos relacionados con ETA, incluidos los que tenían delitos de sangre, de tal forma que en diciembre de 1977 no había ni un preso vasco condenado por motivaciones políticas cumpliendo condena en las cárceles españolas. Muchos de ellos aprovecharon esa libertad y las ventajas de la democracia para volver a integrarse en ETA y ejercer la violencia, asesinar. Por ello, el único conflicto existente a lo largo de nuestros cuarenta años de democracia ha sido el de la violencia, la coacción y la extorsión que ETA y su entramado han ejercido en la ciudadanía.

Por decirlo con las palabras del poeta navarro Francisco Javier Irazoki: «Después todo se enturbió. En el entusiasmo de la transición política de los años setenta, unos cobardes dijeron que íbamos a transformar el mundo, y para ello únicamente hicieron el esfuerzo íntimo de cambiar la orientación de sus zarpas». Estas palabras son clave para entender también el impacto de la obra de Fernando Aramburu en el relato de la crueldad de una sociedad corrompida y controlada por la violencia. Una sociedad que carecía de elementos -contracultura, sociedad civil, etcétera fueron engullidos por el universo etarra- que hicieran contrapeso al relato manipulador del supuesto ‘conflicto’. Ejemplo claro de ello es que aún a día de hoy en muchos pueblos se siga recibiendo como héroes a los etarras que salen de prisión, curiosamente beneficiados todos ellos de reducciones en sus penas por nuestro sistema penitenciario, por nuestras garantías democráticas.

No es extraño, pues, que Fernando Aramburu haya recibido tantas críticas desde el mundo abertzale, ya que el principal peligro de su obra es desmontar el relato de la mentira y manipulación etarra, visible con claridad aún a día de hoy y ofrecernos un punto de vista real, un relato basado en el sufrimiento de las víctimas y en las vidas rotas de las familias.

Bittori, la mujer del ‘Txato’, quiere saber qué ocurrió, quién asesinó a su marido. A día de hoy todavía quedan cerca de trescientos asesinatos de ETA por esclarecer.

Queremos saber. Necesitamos saber. Continuar con este relato liberador a favor de las víctimas de la violencia de ETA.