En el bar de la Toñi, lonja de opiniones y comercio, se ha instalado el discurso de la desesperanza. Casi todos los que allí almuerzan dependen del sector primario: agricultores, comerciantes, empresas de maquinaria agrícola, jubilados y pensionistas. Las áridas tierras heredadas que en otros tiempos fueron de cereales, olivos, algarrobos y viñedos, cuando las mulas y burros araban con los viejos ‘forcats’ arrancando frutos de las laderas de cualquier colina; aquellos usos para aquellos eriales fueron transformados con la llegada de fértiles regadíos. No había ni una gota de agua y hubo que perforar pozos que se agotaron; buscar más pozos, traspasar el agua de cotas a nivel del mar a alturas de ciento cincuenta metros con canalizaciones kilométricas que necesitaban energía, esa energía de las más caras de Europa en proporción a los ingresos de cada familia o negocio. Millones y millones de inversión, conseguidos en créditos bancarios que hay que devolver. Los vinos se quedan en las bodegas, las naranjas no alcanzan precios rentables que permitan amortizar la inversión y poder vivir de ellas. Todo lo resume el más viejo del pueblo, casi centenario: «En mi juventud los más ricos del pueblo no trabajaban y ahora los que tienen más tierras y se suponen más ricos son los que más trabajan…» Trabajan sábados y domingos. Apenas hay días festivos y aún así dudan de sacarse el jornal. Cambian de cultivos pensando que aquél parece más beneficioso. Cuando lo hacen, tras años de espera, su cotización no cubre los costos.

Los jóvenes han desertado. Muy pocos piensan en seguir la estela de sus padres y abuelos. El trabajo en el campo, a pesar de la modernización en maquinaria, sigue siendo duro, muy duro para la rentabilidad que ofrece. Han estudiado y la gran mayoría esperan colocarse en una administración, la que sea y con el sueldo que sea. Ninguno de los agricultores que van quedando espera nada de los gobiernos. Han visto pasar y pasar ministros y ven cómo se importan productos del exterior cuando hay sobrada oferta nacional. Las grandes superficies compran allá donde producen más barato, allá donde no hay derechos laborales, ni seguridad social. Importan sin pagar aranceles en una manifiesta competencia desleal con los productos locales sometidos a impuestos y exigencias sanitarias. Y ante ese panorama la respuesta es la resignación. Saben que los sindicatos agrarios forman parte del tinglado, viven de la Administración, son una de sus ramas. Cuentan con los presupuestos públicos; en realidad su supervivencia, la de sus empleados, depende del Gobierno. En otros tiempos eso se llamaba nacionalsindicalismo. Hay sindicatos agrarios de derechas y los hay de izquierdas. Divididos los agricultores son menos fuertes. Harán declaraciones medidas, convocaran alguna tractorada pero todo bajo control.

Ahora se habla en el bar de la Toñi de los campos de placas solares. Convertir la tierra en receptora productora de energía solar. Proliferan los corredores que tantean, ofrecen esperanzas pero en realidad son miserias para tapar miserias. La tierra regada tiene el mismo valor que la yerma. El sol no entiende de inversiones ni créditos. Perdimos la esperanza y hay que pagar la deuda. Estamos ante la batalla final: los bancos quieren cobrar y no hay de dónde hacerlo. El problema de los agricultores que sembraron esperanzas es el problema del Gobierno de España: la deuda que no se puede pagar salvo arrancando ahorros y propiedades. ¿Quién podrá con quien?