Una de las mayores predicciones que se repetían en los meses de verano como un mantra era que la vuelta a las clases iba a ser un caos produciendo una bomba vírica que sería el principio de nuevos confinamientos. No faltarán agoreros de tres al cuarto que expresen que siempre habían confiado en la capacidad de la escuela para revertir esta situación. Nadie, dentro y fuera del ámbito educativo, daba un duro por la continuidad y presencialidad del curso que estamos viviendo. Los augurios que afirmaban hasta la saciedad que la escuela iba a funcionar como una centrifugadora del virus no se han cumplido. Benito Almirante, un reconocido epidemiólogo, ha señalado las razones por las que las cosas se están haciendo bien, contraviniendo incluso a Fernando Simón cuando afirmaba que el nivel de contagio en el colegio era similar al del resto de la ciudad.

La primera razón es que las medidas de protección se están aplicando de forma rigurosa, mucho mejor que en el ámbito familiar o laboral en muchos casos. ¿Se han fijado en la revolución arquitectónica y espacial que muchos centros educativos han conseguido en escasas semanas? ¿Son conscientes de la dificultad que entraña poder conseguir que decenas de grupos de 20 a 35 personitas no coincidan por los pasillos y patios? ¿Han experimentado ese cambio en algún otro contexto o espacio social? La segunda razón es de naturaleza biológica: los niños y los adolescentes son menos contagiadores que los adultos.

Y la última no es una razón empírica que pueda medirse, pero se palpa y es las ganas tremendas de volver al colegio que había después del confinamiento del mes de marzo hasta bien entrado mayo. Por ello, gran parte de alumnado y familias están poniendo toda la carne en el asador para evitar los contagios, cumpliendo todos los protocolos. Esto nos debería llevar a reconocer el empeño y la responsabilidad de un binomio que tiene que volver a encontrarse y que esta pandemia puede facilitar que sean más sólidos sus lazos y vínculos: la escuela y la familia.

Por todas estas razones estamos en condiciones de poder afirmar que el 99 % de las aulas valencianas funciona con normalidad y sólo un 0,6 % de los grupos escolares están confinados. De los 50.000 grupos escolares en los que se organizan los colegios e institutos valencianos, públicos, concertados y privados, entre el 0,5 % y el 0,9 % están teniendo algún tipo de restricción. Nunca se ha rebasado el temido 1 %. Esto no significa triunfalismo alguno. No podemos bajar la guardia. Quien aquí escribe tiene la suerte de trabajar en un centro educativo y resulta reconfortante experimentar el compromiso de los más pequeños a los más grandes, de ser testigos de cambios y transformaciones que hace un año eran impensables. Queda mucho por recorrer, el futuro es más incierto que nunca, pero la escuela es una de las mayores palancas de transformación ética de la sociedad.

Ahora bien, todos los augurios que se vertían en verano denotan un desconocimiento importante de la sociedad respecto al mundo educativo. Repárese por un momento la presencia de la escuela y del profesorado en general en los medios de comunicación. ¿Existen programas televisivos en los que las personas que trabajan en educación tengan un minuto de voz pública para expresar sus dudas, experiencias, retos y vivencias? ¿Cuántas voces que no aportan nada a la sociedad y que contravienen todos los principios mínimos de educación y decoro cuentan con plataformas de propaganda y publicidad? Sin embargo, la escuela es silenciada, no se habla de ella, no interesa, y en ella encontramos las raíces del futuro, la sabia de la que estará hecha la sociedad del porvenir. Es un tesoro que requiere atención y cuidados y que se señala, casi siempre, e injustamente, por sus largos períodos vacacionales.

Pero si la escuela ha demostrado estar a la altura en tiempo de pandemia es porque sus valores son el compromiso y la responsabilidad. Valores que ámbitos sociales han olvidado por completo. Y así tiene que seguir a pesar de que estemos en manos de legisladores educativos y políticos que actúan como verdaderos camicaces. En un artículo reciente -‘Escuelas de entretenimiento’- el catedrático de filosofía Agustín Domingo se hacía eco de las reflexiones sobre la escuela que Gregorio Luri hace en su libro ‘La escuela no es un parque de atracciones’. Últimamente los poderes públicos, ámbitos empresariales, culturales y sindicales han concebido esta sociedad como eso, un mero parque de atracciones en los que sólo cabe la diversión, el griterío y la mentira elevada como arma arrojadiza.

La escuela, más allá de toda idolatría, se está convirtiendo en el espacio en el que las cosas se pueden hacer de otra forma a pesar de la complejidad y la diversidad que anida en ella. Ojalá esta crisis que estamos viviendo sirva para que la ciudadanía sepa valorar la escuela y a todas las personas que la hacen posible. Sólo tienen que asomarse a una de ellas y observar. Se lo recomiendo.