Pocas actividades me resultan más desesperantes que la de tener que explicar lo obvio. En ese sentido, una de mis obviedades de referencia es aquella que alude a la responsabilidad que ejercemos los padres sobre nuestros hijos como mínimo hasta que alcanzan la mayoría de edad. Me sorprende que una realidad tan cristalina acarree, sin embargo, tales discrepancias. Quizá sea esa la razón por la que cada vez que el juez Emilio Calatayud hace públicas algunas de sus opiniones me sienta muy reforzada en mis planteamientos educativos. Él suele ilustrar a los asistentes a sus conferencias sobre distintas vías para convertir a un hijo en delincuente, entre ellas concederle todo lo que pida, ahorrarle cualquier educación espiritual, no regañarle nunca, realizar todas sus tareas domésticas o ponerse de su parte en los conflictos con los profesores. Afirma su Señoría que hoy en día las relaciones paternofiliales se han vuelto más difíciles, por la tendencia al alza de complacer a los niños en lugar de disciplinarlos. 

Sirva esta breve introducción para abordar de nuevo el tan polémico tema de la conveniencia o no de espiar a nuestros hijos. Con su habitual estilo directo y sin filtros, fruto a buen seguro de su demoledora experiencia profesional en el ámbito de la infancia problemática, Calatayud defiende la idea de que los padres debemos violar la intimidad de nuestros vástagos tanto por su seguridad como por la nuestra, habida cuenta que somos los últimos responsables civiles de sus actos. Y para reforzar su tesis, indica que el propio Tribunal Supremo, máximo órgano jurisdiccional de nuestro Estado de Derecho, ya ha antepuesto en sentencia el interés superior del menor a su derecho a la intimidad en Internet, porque si un niño está siendo víctima de acoso a través del móvil sus progenitores tienen el deber de protegerle. Si para eso es preciso espiarle, habrá que hacerlo sin dudar. 

Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado comparten igualmente la visión del magistrado y en las numerosas charlas que han venido impartiendo en colegios e institutos insisten a los alumnos que han de permitir a los adultos revisar sus teléfonos, pues se trata de una medida de prevención destinada a velar por su integridad. Asimismo, psicólogos de profesionalidad contrastada tampoco dudan a la hora de no considerar la vigilancia de los dispositivos tecnológicos de los más pequeños una violación de su intimidad, dado que los contenidos que manejan no suelen reservarlos a su esfera privada sino que los elevan a la pública, perdiendo paradójicamente por el camino esa privacidad que en el ámbito doméstico reclaman con tanto ardor. 

Además, y aunque son exigencias que apenas se respetan, existen unas edades mínimas para poder acceder a las redes sociales, lo cual choca frontalmente con la puesta a disposición de móviles a chiquillos que ni siquiera alcanzan los diez años. Por no hablar del preocupante fenómeno de las adicciones, uno de cuyos rasgos principales se traduce en que lo primero que hacen al despertarse y lo último al acostarse es utilizar el aparato de marras. Más de un padre se quedaría de piedra si supiera la hora de desconexión de sus hijos a la red y los contenidos de las páginas que visitan, que en gran medida explican el auge de la pornografía y la violencia que últimamente prolifera. 

Naturalmente, existen progenitores que consideran un despropósito este espionaje, convencidos de que no es la mejor táctica para generar un ambiente familiar saludable y, en consecuencia, optan por otorgar un voto de confianza a los más jóvenes, eludiendo un agotador estado de recelo y aprensión. Una apuesta respetable pero, en mi opinión, demasiado arriesgada a tenor de las actuales circunstancias. Coincidiendo con el 5 de noviembre, Día Internacional contra la Violencia y el Acoso (ciberacoso incluido) Escolar, y dada su estrecha conexión con el tema, invito desde aquí a llevar a cabo una profunda reflexión.