Las relaciones de la Unión Europea con Donald Trump han sido catastróficas a lo largo de los últimos cuatro años. De nada ha servido el reparto de papeles entre Emmanuel Macron, haciendo de cara amable, y Angela Merkel, haciendo de cara rigurosa. Desde el principio de su mandato, Trump alentó el brexit y animó a los demás Estados miembros de la Unión a que siguieran la senda británica, desató una guerra comercial contra todos, e ignoró a la UE como un actor principal en el panorama internacional, incluso en los conflictos más próximos a nuestros intereses estratégicos, como son los de Oriente Medio. Es difícil encontrar en Trump, a lo largo de su mandato, un gesto conciliador, una actitud que merezca el calificativo de estadista de la primera potencia del mundo. 

Al margen de sus posiciones políticas, armamentísticas y comerciales, el presidente de EE UU se ha comportado a lo largo de los últimos cuatro años como un gañán que ha confundido el escenario internacional con una barra de bar de las películas del Oeste americano. Ni siquiera ha sido capaz de reconocer su derrota en las elecciones. Ha sido un nefasto emperador de Occidente en las formas y en los contenidos.

Celebramos la llegada del nuevo emperador, Joe Biden, pero no le arrendamos la ganancia porque se va a encontrar con muchos problemas internos e internacionales, y no todos ellos son el resultado de la política de Trump. En el orden interno hereda un país cada vez más fraccionado, que difícilmente se va a conciliar por mucho que el demócrata diga que va a gobernar para todos los norteamericanos. Los setenta millones de norteamericanos que han votado a Trump están poseídos por creencias esperpénticas, por ejemplo, consideran que una sanidad destinada a los más necesitados, como es la Ley del Cuidado de la Salud a Bajo Precio, más conocida como ObamaCare, no es otra cosa que una política comunista y probablemente piensan que los europeos somos un atajo de comunistas. Ejemplos de este tipo no son excepción, sino la regla en una población poseída por el populismo más extremo.  

En el orden internacional, que es el que nos afecta directamente a los europeos, nos equivocaríamos si pensáramos que al margen de unas nuevas formas, alejadas de las utilizadas por Trump, vayan a cambiar los contenidos de las políticas que practica el imperio. Los gobiernos norteamericanos, como escribió hace décadas el clarividente economista norteamericano Kenneth Galbraith, están al servicio de las grandes multinacionales norteamericanas, y no parece que esto vaya a cambiar. Para ello, EE UU cuenta con un ejército desplegado en todos los mares y continentes con el fin de mantener el ‘status quo’ derivado de la Segunda Guerra Mundial. 

Los intereses del imperio norteamericano se pueden defender de manera más inteligente que la llevada a cabo por Trump. El mensaje de felicitación de Merkel a Biden se ha producido en la buena dirección, reivindicando la vuelta al multilateralismo que iniciara Barack Obama, retomando la estrategia medioambiental establecida en París y, desde luego, poniendo fin al disparatado enfrentamiento de Trump con la Unión Europea que es, sin duda, el aliado geoestratégico más fiable con el que puede contar. A los europeos nos interesa restablecer unas relaciones basadas en la confianza mutua, pues aunque los modelos político-sociales de EE UU y la UE no sean idénticos pertenecemos a la misma familia democrática. Y debiéramos ser capaces de volver a colaborar en los muchos objetivos comunes. 

El mapa geopolítico ha sufrido grandes novedades en los últimos años. Tras el derribo del muro de Berlín parecía que Estados Unidos iba a ser el único líder indiscutido del mundo y que la democracia se extendería por doquier. Pero este pronóstico no se ha cumplido. China sigue siendo una singular dictadura comunista que está conquistando el mundo con mercancías y tecnologías que compramos los occidentales; Rusia parece haber renacido de sus cenizas liderada por el populista Vladimir Putin; y el fundamentalismo islámico sigue campando por el mundo sin que se pueda ver su final. Trump lejos de pacificar y conciliar, que sería lo propio de un líder mundial, ha atizado conflictos anteriores y creado nuevos conflictos. Si Biden enfrenta y soluciona alguno de los retos que tenemos los humanos cumplirá la función que corresponde al liderazgo del Estado que representa. Pero es evidente que no será una tarea fácil. 

En España, si somos sinceros, no tenemos una posición favorable en nuestras relaciones con EE UU. No parece fácil que un Gobierno de coalición como el español suscite la simpatía de Biden. Felipe González fue reconocido por los demócratas norteamericanos en tiempos de Bill Clinton y por los republicanos de George Bush, sin perder de vista que debía estar alineado con Francia y Alemania en la Unión Europea. José María Aznar no consiguió el reconocimiento de los demócratas norteamericanos, tejió una alianza con republicanos y con británicos para respaldar una guerra sin consecuencias positivas para España, y torpemente se alejó de Francia y Alemania. Y los sucesores de éstos, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez han estado ausentes en el escenario internacional más allá de la UE. La política internacional sigue siendo uno de nuestro agujeros negros. 

La defensa de los intereses de los españoles en el mundo pasa por un consenso de los partidos políticos principales sobre nuestros objetivos internacionales. Y ese consenso debe fraguarse entre el PSOE y el PP al que podría incorporarse Ciudadanos, pero del que debe excluirse a los demás partidos nacionalistas y populistas. Pero ese consenso no parece posible porque los objetivos del PSOE y de Unidas Podemos en materia de política exterior no parecen conciliables. El último ejemplo de la sesgada visión internacional de Unidas Podemos ha sido el espectáculo que ha dado Pablo Iglesias en Bolivia, gestando un manifiesto esperpéntico contra la extrema derecha cuando el riesgo en América Latina es ahora la expansión del modelo Chaves-Maduro, que sigue siendo el ideal político de Unidas Podemos. Así las cosas, no parece que vayamos a ser invitados al baile internacional en que se toman las grandes decisiones.