Las pateras no llevan diario de bitácora a bordo, son naves destinadas a su último viaje. Imagino a los traficantes de sueños comerciando su Arcadia feliz a cambio de un dineral, un pequeño gran sacrificio por ir a la caza de un futuro escurridizo para quien nace al otro lado del Mediterráneo. Hacerse nómada para alcanzar una vida mejor ha sido el destino de las mujeres y los hombres desde el principio. Hace decenas de miles de años nuestros ancestros africanos iniciaron el primer gran éxodo de la Historia hacia el continente europeo; escapaban del hambre y la sequía. Los griegos y los fenicios exploraron los confines del mar en busca de asentamientos que serían el embrión de una civilización decisiva para la posteridad. América abrió a la fuerza sus brazos a peregrinos europeos, empujados por los cismas religiosos o atraídos por la fiebre del oro.

Y aunque es cierto que la mayoría de esas expediciones no estuvieron exentas de conflictos, de abusos y de guerra, debemos reconocer que actualmente nuestro sistema, nuestras leyes, nos protegen de todo eso, pero tienen lagunas que dejan un rastro de víctimas a expensas de las redes criminales. La injusticia, el maltrato, determinados regímenes políticos y la desigualdad social expulsan a millones de ciudadanos de sus casas, sus pueblos y ciudades. Abandonan casi con lo puesto; montones de familias diseminadas aquí y allá, desarraigadas. Sin identidad se hace más difícil reconstruirse en cualquier otro lugar.

Hoy las migraciones son apenas el único resquicio de movimiento en un planeta que se ha vuelto sedentario por primera vez en milenios. La pandemia dibuja un mundo de aeropuertos desolados, de fronteras blindadas, de recelo hacia lo foráneo y de cuarentenas que disuaden de emprender la mayoría de los desplazamientos que antes eran tan habituales. Ni la Torre Eiffel, ni el Big Ben, ni la Fontana de Trevi o el Muro de Berlín quedan a nuestro alcance ni nosotros al suyo, pero volverán a estarlo cuando todo esto acabe y podemos permitirnos el lujo de estar seguros de ello.

Sin embargo, la pobreza no entiende de trincheras de sofá ni de cartillas de confinamiento; no se aplaza. La pobreza atrae el deseo de huir, aunque sea a ninguna parte, aún con la probabilidad de darse de bruces con otra miseria desconocida, a pesar de poner en riesgo la vida y aunque el viaje acabe en el limbo de la burocracia desbordada o en un centro de internamiento justo cuando se está a punto de alcanzar el destino con la punta de los dedos. Para la desesperación nada es imposible.

Pienso en esa barcaza semihundida frente a las costas de Lampedusa hace unos días, con una trágica historia en su vientre, la del bebé que las olas arrebataron a su madre. Imagino el desconsuelo de esa mujer frente a la desquiciadora ausencia de una víscera más fundamental que el corazón, que era el motivo que le llevó a la locura de embarcarse en una travesía de final agónico. De vez en cuando, un Joseph o un Aylan le ponen rostro a la desdicha, para que podamos sacudirnos la indiferencia.

El mar que baña nuestras costas plagadas de hoteles es también el muro psicológico que separa dos mundos reales. Parece que quienes quedan al otro lado solo pueden alcanzarnos jugándose la piel, aún sabiendo que esto tampoco les otorgará ninguna carta de ciudadanía. Ni los campamentos improvisados, ni los campos de refugiados, ni la calle más desnuda se parecen a un paraíso, ni en Canarias, ni en Lesbos; son solo porciones de espacio detenidas en el tiempo, acumulando almas desesperanzadas por las soluciones que nunca llegan. Las ONG advierten de que es imprescindible actuar en los orígenes de este éxodo, en las causas que lo provocan. El colapso actual es evidente. La mayoría de nosotros volverá algún día a una cómoda normalidad tras esta crisis, pero quizás sea el momento –ahora que estamos llamados a ser mejores– de que dejemos de mirar hacia otro lado ante un fenómeno que llama insistentemente a nuestra puerta y que probablemente sea el más aciago de la historia del ser humano.