Doña Elvira no era la hermana, sino la prima de mi madre. A pesar de eso y de su aspecto estudiadamente fiero, yo la conocía por el apelativo afectuoso de tía Elvira. Elvira Boluda Hernández fue también mi madrina. Me regaló un reloj con la correa blanca y una pequeña gallina de chocolate negro. Como todos grabamos en película fotográfica lo que se nos revelará años después, muchas mujeres del Instituto San Vicente reconocerán hoy, por su nombre y apellidos, a la imponente profesora de Filosofía, Ética y Moral de ojos profundos y dicción grave y perfecta. A los maestros se les podría juzgar mejor desde el banco que desde la cátedra si todos los que ocupan un pupitre hubieran frecuentado la escuela superior de la vida. Pero un aula no es más que un escaparate de la sociedad humana, con sus arquetipos de generosidad y bajeza, de ingenio y de torpeza. Es una edad sin piedad. Por eso a los maestros no se les llega a conocer nunca más que por sus gestos. Por ejemplo, si en vez de ordenar borrar su caricatura en la pizarra se imponen con su voz a la clase, con la frase redonda y la cadencia rotunda.

La voz no sirve en las tribunas para hacer girar o bajar la cabeza de los demás con un grito: sirve para que la mantengan recta con un simple «escúcheme usted». Mi tía Elvira forma parte de la historia de la Universitat de València. De los orígenes de la presencia femenina de hoy. Si buscan su foto en la orla de la promoción de Derecho de 1944, es la única de los 48 admitidos que no lleva corbata. Tenía 23 años. No nació en una familia pudiente. Fue recogida y educada por su tío, don Calixto Hernández Hernando, modesto canónigo de la Catedral de nuestra ciudad, quien había recibido por el Consejo de Estado la Cruz de la Beneficencia en 1898 tras atender a personalmente a más de mil quinientos afectados de viruela de su parroquia en San Hilario de Guanajay, en Cuba. Se destaca también en su historial de entonces el hecho singular «del decidido partido que tomó en defensa de los nativos, cuando veía sus derechos atropellados por los españoles, cuyas limitaciones no tenía inconveniente en denunciar y fustigar con toda energía». Murió sin dejar bienes de clase alguna, claro. Cuando don Calixto, que había nacido en Bello, Teruel, llegó a València, atendió las necesidades y los estudios de su sobrina Elvira en magisterio, derecho, filosofía y letras, piano, canto y declamación. Estos últimos estudios no fueron para que circulara por las reuniones de sociedad, sino para saber mover las manos, como sobre un teclado, ante el jurado, y a la vez supiera poner el acento en las frases durante los juicios, donde era imbatible.

Tras arder su casa, cercana a la Catedral, durante la Guerra Civil, fueron recogidos por mi abuela. Y a cambio de tratar bien a su tío el canónigo, Elvira fue reclutada como cuota femenina para hacer una intensa campaña a favor de la República en València junto a un grupo de militantes sindicalistas como Ángel Pestaña, Prudencio Caja, José Sanchís, Vicente Lliso, Fernando Vela, Francesc Fenollar, Francisco F. Lucas o Ángel Mª de Lera. No era sindicalista ni política pero conocía la oratoria, así que decidió hablar de la república que mejor conocía, la de Platón, hablando de todo sin decir nada y arengando a las masas con sus palabras y su presencia. Si nuestra historia es difícil de entender es porque el destino es difícil de predecir. Un cartomántico cuenta sólo con 78 naipes para adivinar el futuro de cada uno. Pero nunca se sabe cómo se van a combinar entre sí. Es lo que hace tolerable la vida. Siempre encontramos una nota nueva que alienta a creer en el amor, a amar a la vida, a confiar en el retorno, a consolarse por los abandonos. Para eso hay que eliminar las dudas, traer la paz, arrancar la venda de los ojos, la espina del corazón. El secreto es resistir y esperar que la rueda de la fortuna gire y nos dé una vuelta más a nuestro reloj de arena y hacer lo mejor que podamos en ese tiempo para nosotros y los que nos escuchan. La historia de Elvira está plagada de anécdotas, muchas de las cuales no conozco, porque siempre vivió sola. Las que sé, demuestran que ni todo resulta ser son como los mitos que nos cuentan, ni todo el mundo entra en las estadísticas. El tormento es tener que escuchar, una vez más, que es la última; oír invocar los mismos ejemplos; acabar cansado de ser pretendidamente sorprendido y ver como los demás aplauden.

Antes de morir, Elvira me pidió dos cosas. Que no la olvidara, cosa que, como ven, cumplo cada vez que puedo. Y que rezara a Dios para que la perdonara por toda aquella gente a la que había salvado de su condena, ante un tribunal, sabiendo que eran culpables. Cosa que estoy seguro Él hizo desde el día en que nació, para que pudiera cumplir con su destino a pesar de la maldad humana.