Se puede ganar y perder al mismo tiempo? ¿Ser presidente de un país y víctima de un fraude electoral? ¿Ser culpable y víctima? La extrema derecha mundial opina que sí. Y no es difícil comprenderlo. Una cosa es lo que son y otra la que dicen ser y representar. El último ejemplo lo ha protagonizado Donald Trump. Magnate pero antiestablishment. Rico pero defensor de los pobres. Mentiroso compulsivo pero denunciante de la manipulación informativa. ‘Loser’ pero ‘winner’. A su ola, el resto de ultraderechistas del mundo, que viven con pavor el retroceso de sus postulados machistas, homófobos o racistas en Grecia, Bolivia o Austria. Ganador pero víctima. Es la forma con la que se vendió Trump después de que empezaran a conocerse los resultados de las elecciones en Estados Unidos. Y sigue en sus trece a pesar de que finalmente Joe Biden ha ganado de forma contundente, aventajándolo en millones de votos y decenas de representantes electorales.

Trump salió envalentonado, arguyendo que había ganado, pero al mismo tiempo se veía como una víctima de un fraude electoral de un sistema del que curiosamente es responsable y de un voto por correo que no quiso presupuestar debidamente para contar ahora con, como mínimo, un relato. Sin datos objetivos pero con gasolina para sus acólitos. Es una práctica usual del fascismo ‘mainstream’. Se aprovechan del sistema, explotan, por ejemplo, el potencial de las nuevas tecnologías digitales para difundir su desinformación pero al mismo tiempo, de cara al electorado, se venden como víctimas de la manipulación y de una supuesta trama mundial que dirige el mundo con Soros como presidente. Desde los Protocolos de los Sabios de Sion hasta la supuesta enfermedad diseñada en los laboratorios de China. La ultraderecha mundial se comporta de forma similar en países como Brasil, Hungría, Polonia, Estados Unidos, Francia, Italia o España. Aquí, cantaron fervorosamente «A por ellos» invitando a la Guardia Civil a apalear a aquellos catalanes y catalanas que querían votar pero ahora se quejan efusivamente y con lágrimas en los ojos cuando la Benemérita o la policía los intenta desalojar y los empuja mínimamente en sus concentraciones o manifestaciones en las que constantemente están transgrediendo la ley e intimidando de las fuerzas de seguridad. Gritan «libertad, libertad» sin haber reflexionado qué representa.

A nadie le debería sorprender. Quien se haya asombrado ahora del comportamiento antidemocrático de Trump después de las elecciones es que poco ha leído o escuchado de Estados Unidos en los últimos cuatro años. El magnate ya lo había avisado, había cargado contra el voto por correo y simplemente después de las elecciones ha querido invalidarlo porque sabe que demográficamente los seguidores demócratas se han comportado de forma más responsable y han querido votar por correo anticipadamente para evitar las masificaciones. «Stop the count» pasará a la historia como el resumen de una forma autocrática de entender la democracia. Algunos lo llaman iliberalismo. Para mí, fascismo ‘mainstream’ rememora una experiencia pasada que llevó al desastre y que ayuda a coordinar en su contra. Con elementos comunes con el fascismo primigenio (como la deshumanización de lo que consideran enemigos o la promoción de la violencia cuando se ven acechados) y otros disonantes. Ante la falta de capacidad de movilización de las fuerzas democráticas tradicionales, el voto contra la barbarie funciona. Como se ha demostrado en EE UU. Evidentemente, cada movimiento de la extrema derecha cuenta con particularidades en cada país pero suponen distintas caras de un elemento común poliédrico que coincide en su respuesta a los nuevos tiempos, con su apelación a los sentimientos primarios, las emociones y la irracionalidad a través de las identidades nacionales y religiosas.

Desde que accedió a la presidencia, Trump ha sido un autócrata que ha enaltecido y alentado a la extrema derecha mundial, que lo ha usado como símbolo para vender su discurso deshumanizador y configurar políticas de unos contra otros, basadas en el odio. «El odio motiva más que el amor», pronunció el asesor político ultraderechista Roger Stone. Santiago Abascal secundó sus acusaciones antidemocráticas de fraude tras las elecciones. Sin pruebas. Sin ninguna prueba. Pero lo que vale es manipular para convencer. Tener once viviendas a su nombre como Ortega Smith y venderse como defensor de los que no llegan a final de mes. Considerar a Pablo Iglesias un marqués pero callar ante los miles de euros de la nueva casa de Abascal, a pesar de que no se le conoce trabajo alguno más allá de la política. Tachar al Che Guevara de machista en el Congreso de los Diputados y contar con un argumentario interno en el que se decía que los homosexuales «impregnan la ciudad de un hedor insalubre».

La sociedad debe evitar ser cómplice de la deshumanización de parte de la población por su pretensión de beneficiarse de los resultados. Para ello, es necesaria la implicación para detener el proceso. En julio de este año, Vox presentó una proposición de ley orgánica en el Congreso para regular la verificación de las noticias falsas. No las noticias falsas, sino los organismos periodísticos que trabajan contra ellas. No es extraño. Nada serían sin la manipulación, la desinformación y la tergiversación. Nada serían políticamente si se mostraran como realmente son.