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Pilar Ruiz Costa

De buenos y malos

Cuando los datos dieron a Joe Biden como ganador en el estado de Pensilvania, el analista político de CNN Van Jones, en directo y visiblemente emocionado, rompió a llorar. Si tienen la oportunidad de ver su intervención en la cadena televisiva, no se la pierdan. Dice un buen puñado de cosas que valen la pena, pero hoy me quedo con sus palabras iniciales: «Es más sencillo ser padre esta mañana. Es más sencillo ser papá. Es más sencillo decirles a tus hijos que tu forma de ser importa, que decir la verdad importa, que ser una buena persona es importante».

 

Ser una buena persona…

 

Hace algún tiempo mi madre en un berrinche me acusó de que, «de tan buena como era para otros, era mala para los míos». Una sentencia terrible que no recuerdo exactamente qué nueva decepción, que enésimo disgusto mío provocó. Creo –y si no, nos sirve para el caso– que fue al descubrir que colaboraba como voluntaria en Proyecto Hombre. Hacía el acompañamiento a un perfecto desconocido. Pero además de un grueso currículo de adicciones y delitos, contaba con ser portador de VIH en una época en la que la araña negra que paseaba por los televisores, no era el Covid, sino el SIDA. Imaginen a mi pobre madre y su disgusto, repitiendo con la mejor de las intenciones –pero a los gritos–, que no le parecía mal que se ayudara a «esta gente», pero, caramba ¡que lo hiciera otro! ¿Por qué tenía que ser yo, que tenía familia, que tenía hijos? Y ya con aquella manguera de rabia abierta a chorro, rompió a llorar también cuando me dijo que yo era como su padre, que el día de su comunión, en la puerta de la iglesia, una mujer se desplomó y él se quedó atendiéndola hasta que vino la policía en lugar de estar con su familia y su hija el día de su primera comunión. Y yo dejé que me gritara en aquel pecado que ahora veía que no era del todo mío, porque soy de la opinión de que el dolor y la rabia están mejor fuera que pudriéndose adentro.

 

Y sin poder controlar –una vez más– el tipo de hija que era a los ojos de mi madre, ni madre a los ojos de mis hijos, sí me parecía que la educación no va de largas listas de palabras, de discursos grandilocuentes, sino de hechos que no hacen ruido y todo lo que siempre he pretendido para aquellos cachorros a los que les había tocado en suerte, era que fueran valientes, curiosos, que fueran buenas personas. Lo son.

 

No soy muy de categorizar entre buenos y malos, sino más bien lo contrario. Salvo excepciones, creo que si escarbamos en cada malvado hay rabia, dolor y pesadillas atroces podridas dentro. Y precisamente porque creo que, en la mayoría de los casos, los malos se hacen, también pueden deshacerse. Una ciudad holandesa midió el asunto ese de si el malo nace o se hace, o algo muy parecido. Estudió el comportamiento de sus ciudadanos si encontraban una calle limpia o sucia. ¿Influiría a la hora de ensuciarla? Los resultados demostraron que un 30% de ellos era cívico sin importar el estado de la calle; otro 30% era incívico también a pesar del ambiente previo que encontrara y la diferencia importante: el 40% variaba su comportamiento, buscando una papelera si todo estaba ordenado o comportándose como unos guarros si, total, la calle ya estaba hecha una mierda. Permítanme que traslade ese ejemplo de dónde pongo esta piel de plátano a quienes nos gobiernan e incluso, incluso… hasta a quienes nos reinan. Ese es el motivo por el que debemos exigir a nuestros dirigentes –a este y otro lado del charco–, la más grande de las ejemplaridades, porque aunque estaría bien ser buena persona siempre, hay tierras en las que esto se hace imprescindible: dígase sanidad, dígase educación, pero muy por encima de todas ellas: la política. Porque su función –que no nos líen– es gestionar lo público, es cuidar lo que es de todos y de los eslabones más vulnerables de esta sociedad y cualquier falla en la labor tiene un efecto multiplicador. Y efectivamente, desayunando cada mañana entre nuevas corruptelas, ¡qué difícil nos hacen explicarles a nuestros hijos que lo más importante es ser buena persona!

 

No pudimos elegir la vida, la familia, el lugar en que nacimos. Tampoco pudimos elegir muchos de los acontecimientos que, para bien y para mal, nos marcan, pero sí podemos educar la capacidad de ser responsables, conscientemente, de cada una de nuestras elecciones; de nuestros comportamientos, e incluso… hasta del modo en que miramos a nuestros recuerdos.

 

Yo no conocí a mi abuelo, pero aún recuerdo que, mientras mi madre se desahogaba gritándome a mí lo que, en realidad, hubiera querido poder gritarle que, aunque no dije nada y soporté bien erguida la tormenta, pensaba en qué bonito regalo le había hecho. Con lo fácil que hubiera sido pasar de largo y sentarse sin mancharse en el primer banco de la iglesia y, sin embargo… le regaló la lección de hacer lo correcto.

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