No deja de resultar significativo que Francisco Brines, el primer valenciano que obtiene el premio Cervantes, haya destacado entre sus poetas favoritos a Gonzalo de Berceo, Jorge Manrique y Ausiàs March. Esta predilección ejemplifica de un modo muy gráfico ese carácter dual y mestizo de la cultura valenciana que siempre debe ser valorado como una inmensa riqueza y nunca como un obstáculo, como en ocasiones lo presentan los sectores más conservadores. Porque, sin duda alguna, nuestra pujanza cultural se alimenta tanto de Miguel Hernández como de Vicent Andrés Estellés, de Manuel Vicent como de Joan Fuster, por citar a autores relevantes del siglo XX que han conformado la manera de sentir, de pensar y de razonar de los valencianos. En cualquier caso, la concesión del Cervantes a Brines supone una magnífica noticia porque amplía de forma muy brillante una larga lista de paisanos que han sido premiados en las últimas décadas. Sin caer en el tópico de que València es una tierra de artistas, habrá que reconocer que la base histórica de unas industrias artesanas que siempre demandaron una mano de obra cualificada (cerámica, calzado, juguete…) explicaría en parte esa pléyade de premios nacionales que forman nombres como los escultores Andreu Alfaro o Miquel Navarro, los pintores Carmen Calvo o Jordi Teixidor, la diseñadora Marisa Gallén o la fotógrafa Ana Teresa Ortega. Ese tejido industrial junto a esas sociedades culturales que laten en tantos pueblos, barrios y comarcas encuentran su máxima expresión en estos ilustres premiados. Cambiando al tercio musical bastaría recordar el inestimable papel de las bandas y subrayar la alta participación de músicos valencianos de viento en las mejores orquestas españolas y europeas.

Ahora bien, estos oropeles no deben impedirnos ver el bosque, que no es otro que la lamentable situación que vive la cultura de base, una crisis antigua que se ha visto agravada por la maldita pandemia. Así las cosas, las librerías sobreviven como pueden gracias en parte a la fidelidad de muchos lectores, las galerías de arte abren sus puertas a trancas y barrancas o los teatros deben vencer el miedo y las reticencias de muchos espectadores a la hora de entrar en locales cerrados pese a su seguridad sanitaria. Pero no da la impresión, por el momento, de que las instituciones públicas hayan reaccionado con firmeza y prontitud a este declive de la cultura. Las manifestaciones culturales alimentan por supuesto el alma, pero también el cuerpo en un sector que emplea a cerca de 700.000 trabajadores en España y aporta un 3,2 % al PIB. Más allá de las felicitaciones a los premiados y de las declaraciones triunfalistas, las autoridades valencianas deberían pensar que los grandes artistas o escritores no surgen por generación espontánea. La mayoría procede de una cantera que se llama escuelas, institutos, facultades, becas, instalaciones culturales, promoción y ayudas de todo tipo. Un escritor de la talla de Antonio Muñoz Molina ha señalado que debe toda su carrera a la enseñanza pública que permitió que el hijo de una familia humilde de Úbeda llegara a estudiar en la universidad. Pues eso.