La fe se podría definir de una forma simplista como «creer en lo que no se ve». Nada tiene de peligrosa la fe y seguro que a muchos ‘homo sapiens’, ahora y en tiempos pretéritos, les ha aportado paz interior y probablemente una buena terapia para sus neurosis personales. La amenaza de la fe es cuando se manifiesta no en una legítima opción privada, sino que se transforma en exigencia a los otros de obligado cumplimiento. A esta mutación yo le llamo fanatismo.

El motivo de estas líneas es porque en fechas recientes se han producido varios acontecimientos vinculados con el fanatismo que son una buena excusa para reflexionar sobre una parcela de los muchos problemas que angustian al mundo de hoy.

En Francia, de momento, fanáticos islamistas han asesinado en París a un maestro francés que enseñaba los valores de la República -laicismo, tolerancia, libertad religiosa- y en Niza a un sacerdote y dos fieles en una iglesia católica. Y a varios ciudadanos de Viena, cuyo mayor delito, al parece, había sido tomarse una cerveza o un helado en el centro de la capital austriaca. Otro de esos hechos simultáneos es el comienzo del juicio a los pocos supervivientes, presuntamente autores o coautores, de los atentados de las Ramblas de Barcelona y Cambrils el 17 de agosto de 2017.

Es incuestionable que los atentados de Francia o Austria son en número de víctimas muy inferiores a los de los de Cataluña o París el 13 de noviembre de 2015, que dejó 135 muertos . Y creo que también es incuestionable que cuando los radicales islámicos tienen una base territorial como tenía el Estado Islámico, en esas fechas en Irak y Siria, les permite perpetrar fechorías mucho más dañinas. Esa base a día de hoy, afortunadamente, ha desaparecido gracias al esfuerzo conjunto y heterogéneo de milicias iraníes, un par de divisiones operativas iraquíes, los kurdos y el imprescindible apoyo aéreo americano. Lo que llama la atención y es asunto que merecería no un artículo, sino un libro, es que la mayor parte de los atentados en Francia, la nación más castigada los últimos cinco años por los islamistas fanáticos, los cometan ciudadanos franceses, hijos o nietos de magrebíes.

Sin duda, en los últimos años la violencia que el imperialismo occidental llevó al mundo árabe está volviendo como un bumerán a una Europa pacífica y que ya no tiene ninguna colonia. Sería, en todo caso, un grave error histórico creer que cuando se efectuó, principalmente en los años 50 del siglo pasado, la descolonización del mundo árabe, estos países abrazaron de inmediato el islamismo. Por poner un ejemplo muy representativo, Egipto tuvo como presidente a Nasser desde 1954 hasta 1970, año en el que falleció. Su presidencia creó en el país de las pirámides un régimen laico, nacionalista y socializante. Tuvo ya en sus tiempos una pequeña oposición islamista encarnada en Sayid Qutb, personaje injustamente poco conocido, pues es en muchos sentidos el santo patrón del movimiento yihadista moderno; su hermano Muhamad fue maestro en estudios islámicos de una persona conocida por los lectores, Osama ben Laden. En aquel Egipto nasserista, Sayid predicaba que la ley de Dios está por encima de las leyes de los hombres. Como era previsible, fue ahorcado, en la mañana del 29 de agosto de 1966 eso sí, después de que realizara las plegarias del alba.

Esta pequeña excursión al pasado no tiene más justificación que indicar que nada estaba escrito. El mundo árabe no era masivamente islamista en los años 60 como lo pueda ser hoy. Los países recientemente descolonizados optaron unos por el capitalismo occidental y otros por regímenes socializantes apoyados por la Unión Soviética. Era la Guerra Fría. El fracaso económico y social de ambas opciones fueron sin duda la placenta donde creció el islamismo gubernamental o popular.

Y el hoy cercano es la llegada masiva a la UE de millones de extranjeros. La gran mayoría, de religión islámica. En esta afluencia de gente extraña y con otras culturas, nada nuevo por otro lado en la historia de la Humanidad, hay que hacer la difícil criba entre asilados políticos y migrantes ilegales. Es como separar el grano de la paja. Pero mucho más delicado, pues en este caso no se trata de productos agrícolas, sino de seres humanos. Acorde con la declaración universal de los derechos humanos, los primeros deben ser acogidos. Los segundos deben ser internados en los centros de internamiento de extranjeros hasta ser devueltos a su país de origen.

Y entre este angosto desfiladero pugnan dos posiciones. La primera, intolerante, y la segunda llena de buenas intenciones de los que está pavimentado el infierno. Éstas son: la extrema derecha que no distingue entre ambas, asilados y migrantes ilegales, y vocifera «España para los españoles»; y la segunda, de aroma seudo-izquierdista, que predica algo así como el derecho de los todos los hombres a desplazarse por todo el planeta buscando una vida digna. Pero, hoy por hoy, el planeta está dividido en más de doscientos Estados, con sus correspondientes fronteras.

Terminaré estas líneas con un par de preguntas. ¿Hasta qué punto debemos ser generosos con los migrantes ilegales? ¿Cuántas adhesiones recibiría Vox si alguno de ellos cometiera un atentado terrorista, como fue el caso del tunecino que en Niza asesinó a tres franceses?