El dato oficial de muertes en accidente de trabajo no suele ser muy difundido ni analizado, a pesar de que dicha cifra es, por desgracia, terrible y sigue creciendo en lugar de disminuir. Recientemente se han publicado los números correspondientes a los primeros nueve meses de 2020; un período en el que conviene tener en cuenta que la economía ha funcionado a medio gas, con empresas paralizadas temporalmente por los ERTE o definitivamente por cierres patronales como consecuencia del Covib-19.

Pues bien, a pesar de que se han realizado muchas menos horas de trabajo efectivo en el espacio contabilizado, la incidencia de los accidentes mortales en el ámbito laboral ha sido de un 7´1% superior respecto al mismo período de 2019. Estamos hablando de 543 fallecidos – sumando los siniestros ocurridos en el centro de trabajo y los que tienen lugar durante el trayecto entre éste y el domicilio del trabajador, los clasificados como in itinire – lo que supone 36 muertes más que entre enero y septiembre del año anterior.

Lógicamente solemos fijarnos más en las muertes, por lo que significan de pérdidas de vidas humanas y tragedias para familias y amistades. Pero ese comportamiento no puede ocultar que cada año se producen también miles de accidentes laborales que ocasionan graves lesiones con meses de hospitalización y rehabilitación, amputaciones de miembros, secuelas y limitaciones de por vida, etc. Como puede comprenderse la siniestralidad laboral es un drama que se repite año tras año sin que las medidas adoptadas por las administraciones logren reducir sus trágicas consecuencias.

En su momento pudo parecer que la obligatoriedad para las empresas de contar con técnicos y planes de prevención de riesgos, con comités y delegados sindicales de salud laboral, con la impartición de cursillos a las plantillas, con la adaptación a las leyes comunitarias, etc. se produciría la deseada caída de la siniestralidad laboral en nuestro país. No se entienda la crítica como un desprecio a esta mejora de la legislación laboral; simplemente lo que estamos constatando es que todas estas medidas no se aplican correctamente (en muchas empresas se cumple el expediente para evitar sanciones pero no se da a la prevención la importancia que tiene) o resultan insuficientes para una lucha eficaz contra la lacra de los accidentes.

Y aquí llegamos a una de las claves del fracaso de la prevención en España. Nuestra realidad es que tenemos un mercado laboral absolutamente precarizado; las tasas de eventualidad y subcontratación son de las más altas de la UE y esa falta de empleos estables, de contratos fijos y derechos consolidados provoca que los trabajadores eventuales y de las contratas no siempre reciban la formación exigible en materia de prevención y las prendas de protección estipuladas. También el ser eventual, de contratas o de ETT implica para el trabajador que se vea absolutamente aislado, desprotegido, desinformado a la hora de denunciar cualquier infracción empresarial.

Es evidente, por tanto, que no basta con tener unas normas de prevención avanzadas y una Inspección de Trabajo eficaz (que estaría muy bien) sino que es imprescindible derogar todas esas reformas laborales que han generalizado el despido fácil y barato, y que llevan camino de acabar con el empleo digno. No es cuestión de derogar parcialmente la reforma del PP y dejar intacta la del PSOE. No lo es porque ambas han representado graves recortes.