Tengo quince años y me sé mi mundo al dedillo, tan pequeño que me cabe en una mano. Agosto de 1978, cuatro meses antes del ‘sí’ a la Constitución. Estoy de pie en el XIIIé aplec de la Muntanyeta dels Sants, escuchando a Paco Muñoz apostolando «el nostre país vol viure sense perdre la identitat». 

En ese momento, mi identidad ya es una almazuela enhebrada con la educación laica y mixta de la Alianza Francesa. Mi padre es un forastero que consiguió integrarse en una sociedad que no le conocía a base de multiplicar sus esfuerzos y de casarse con mi madre. El año anterior, 1977, conocí por primera vez a mi familia de Lugo. Mi tío Antonio canturreando el himno del antiguo Reino de Galicia, me pide que a mi vez cante el mío: no tengo ni idea.

Considero mi identidad con ternura, y la de los demás con amistad. Eso no me impide ser solidario con los otros, sobre todo cuando son desdichados, ni regocijarme con ellos de lo que tenemos en común. Vivo tranquilamente mi triple o quíntuple pertenencia y respeto la complejidad de los demás. Para mí solo cuentan las personas vivas, las que sufren, las que disfrutan y las que merecen mi respeto. No tengo idolatrías. Las he sustituido por una elástica adaptabilidad a mi entorno más cercano. Pero mi esencia permanece refractaria. 

En Madrid descubrí que no existen las papas, ni los deslunados, ni las fincas de vecinos, ni el ajoaceite y que las películas, como los regalos de los Reyes Magos, se echan, se ponen o se hacen. España es un país de paso. Muchos árabes o judíos no se exiliaron. Nuestra religión vehicular procede de Palestina. Muchos soldados celtas, romanos, franceses, comerciantes italianos, alemanes o ingleses, se quedaron. Tampoco la mayoría de trabajadores magrebíes, del Este o latinos volverán a casa.

Podría resolver que en mi mundo no hay nada sólido ni definitivo. Que mi identidad no existe. Ni la biológica, ni la demográfica, ni la cultural. Pero el asunto para mí es menos complejo y menos dramático si tengo en cuenta que los elementos de identidad de los demás han ido cambiando a lo largo de los siglos, retomados, amalgamados, importados, acuñados o trasplantados. Su identidad granítica es un concepto dudoso y abstracto que ha sido unido por su memoria hasta convertirlo en un pastiche aparentemente homogéneo. La identidad no es idéntica, sólo se parece bastante. Como el virus, se adapta y replica en cada ADN. En cada individuo produce síntomas generales. Unos no los padecen. Otros no pueden superarlos.

En el proyecto de igualdad de las personas trans, el tema de la identidad es también complicado. Si alguien se somete a una transformación plástica puede parecer lo que desee, mientras la sexualidad mental sigue siendo algo intrínseco que llevamos por dentro. La edad mental que muchos mantienen en un estado más joven que el cuerpo no implica que una ley que permitiera cambiar la fecha de su carné de identidad -y un buen cirujano- equilibrara su vida social y les quitara el trauma de envejecer. La edad se lleva en los huesos, no en la cara. Ni nadie entendería que se considerara gerontofobia recomendar a ese abuelo que no entrara a jugar en el parque de bolas con nuestros hijos.

Por supuesto que existe la transfobia. Convive con todos los miedos y rechazos que nos acompañan en dos aspectos muy evidentes de la sociedad actual: la falta de identidad real que padecemos y la espantosa fealdad de nuestro ser social. Unida a la imagen optimista y suficiente que asumimos de nuestro mundo moderno, empastan perfectamente con la ausencia de realidad de nuestras vidas. Estas transcurren entre el trabajo-ficción, la economía invisible, las esperanzas-espectáculo, las relaciones artificiales y nuestras autenticidades inventadas para evitar nuestros complejos. Siempre insatisfechos con lo que tenemos, pero enormemente satisfechos de lo que creemos ser. 

Respecto al carné que algunos darían para permitirte ser tan español o tan valenciano, tan hombre o tan mujer, tan de derechas o tan de izquierdas como ellas y ellos, tengo bastantes habilidades para conseguir medalla en cualquier modalidad, pero, como decía el filósofo y lunático Max Estrella, para medrar hay que ser agradador de todos los Segismundos.

Todas mis ideas, mis costumbres, mis acentos, que aún a pesar de todo me conmueven, han sido adquiridos en países lejanos, a conquistadores de todos los colores y épocas; ritos paganos apenas modificados; gestos aprendidos según qué educación más o menos permisiva o arbitraria. Pero duran lo suficiente: como todo, lo que una vida individual. Esta síntesis provisional es apenas perceptible en el corto instante que la disfrutamos. Por eso me complazco en los frutos de mi país natal y de mi cuerpo. Saber que prácticamente todos vienen de otros lugares, o de intrincados laberintos de mi mente, no disminuye en nada el placer que me producen. Es una lección infatigable que reciben mis muchos demonios interiores -que los tengo- de modestia y de humanidad, piedras filosofales de la plasticidad fenotípica.