El prestigioso cardiólogo Valentí Fuster hablaba hace unos meses sobre la importancia de una dieta equilibrada como fórmula para prevenir y mantener lejos del cuerpo de una persona cualquier riesgo de accidente cardiovascular. A cuenta de una pregunta sobre el descenso de las dolencias cardiológicas durante los duros meses del confinamiento, que se prolongaron de marzo a mayo pasados, Fuster enumeraba los factores principales que ayudaban a entender esta circunstancia: un mayor ejercicio físico realizado durante los duros meses en casa para mantenerse en forma, la ausencia de estrés laboral, precisamente, por el parón, y, por último, una dieta mediterránea casera gracias a disponer de mayor tiempo para su elaboración. Bajo estas premisas, parece que la pandemia del coronavirus desatada el pasado mes de marzo ha supuesto un punto de inflexión para muchas personas que han modificado, al menos, su forma de entender la vida y, por ende, han introducido algunos hábitos que se habían perdido por el camino. La vida acelerada que nos invade en el día a día coarta muchos de los hábitos que hace años eran algunos de los signos de identidad de los pueblos. Sin embargo, no podemos incurrir en la tentación de caer en determinadas prácticas que, ratificadas por científicos e investigadores, reducen de forma notable la esperanza de vida.

Precisamente, a principios de este mismo año, poco antes de la llegada de la pandemia, un cuidadoso libro editado por el Ayuntamiento de Riba-roja de Túria certifica que la dieta mediterránea, una de las joyas que enaltecen nuestra cultura y difunde sus excelencias por los cinco continentes, era empleada por los visigodos. Asentados durante años en nuestro territorio por su situación geoestratégica ante otras civilizaciones invasoras, se ha documentado que cultivaban numerosos productos de estas tierras bañadas a su paso por el río Túria. Verduras, legumbres, cereales, frutas, carne de caza, pescados y mariscos conformaban ya algunos de los productos básicos que se deglutían en aquella época. Si trazamos un paralelismo entre aquella época y la actual, coincidiremos en la necesidad de continuar con las buenas costumbres, especialmente las culinarias, como una de las bases sobre las que hay que continuar trazando el camino diario. Y en ese punto las administraciones tenemos mucho que decir, sobre todo desde los ayuntamientos, como uno de los ejes más cercanos y de confianza de los ciudadanos. Además de auspiciar políticas que ayuden al comercio de proximidad de nuestros barrios en la reconstrucción post-pandemia, debemos poner en marcha iniciativas que inciten a volver a nuestros orígenes desde una óptica actualizada y mejorada. Sin nostalgias y sin ningún ápice de rencor.

Por ello, hace poco hemos puesto en marcha una iniciativa municipal que pretende poner en valor la huerta tradicional de las riberas del río Túria, precisamente, aquella que los visigodos y el resto de civilizaciones que pasaron por aquí tuvieron como una de las fuentes para abastecerse de comida y, por tanto, de su alimentación. Un estudio de dinamización agraria permitirá cultivar las huertas que rodean el Parc Natural del Túria, ya que actualmente sólo el 33,16 % está en funcionamiento, con los cítricos como principal producto. El objetivo es diversificar la producción a través de acciones realistas con la sociedad y la época en la que nos adentramos y potenciar las antiguas formas de producción que tan buen resultado han dado a nuestros padres y abuelos. Es la mejor forma de continuar con las políticas de gestión ambiental y con la economía circular a la que esta pandemia nos obliga a recurrir, no solo por una cuestión de mera supervivencia, sino también de compromiso con nuestro entorno natural. Las administraciones locales, los ayuntamientos, debemos ser el ariete a partir del cual generemos las respuestas al terremoto económico y social del coronavirus.