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Juan José Millás.

No lo logré

1972: "El pensador valenciano" Artista: Octavio Vicent Cortina

En medio del parloteo absurdo e incesante que mantenemos con nosotros mismos cuando vamos solos en el autobús, me vinieron a la cabeza tres palabras: «albóndigas y yogur», un octosílabo cuya procedencia ignoraba hasta que hice un poco de memoria. Lo había pronunciado una niña turca de tres años tras ser rescatada de entre los escombros provocados por un seísmo y bajo los que había permanecido enterrada 90 horas. Noventa horas sin moverte, atento a los ruidos del exterior, para averiguar si los bomberos se aproximan o alejan de tu tumba, son muchas horas. Muchas horas de monólogo interior o de discurrir de conciencia, como ustedes prefieran. Pienso en ello, como digo, en el autobús, el brazo derecho alzado para cogerme al pasamanos, pues el conductor es un poco bárbaro. Mi cabeza va de un asunto a otro, sin centrarse en ninguno, hasta el advenimiento del octosílabo.

Los rescatadores levantaron las vigas y los desechos bajo los que hallaron a la cría en el estado que cabe suponer. Tras arrancarla de la muerte como de un útero inverso, la trasladaron a la ambulancia, que puso rumbo al hospital con las luces y la sirena a todo trapo. Durante el trayecto, el sanitario que iba junto a la pequeña le preguntó si quería algo.

-Albóndigas y yogur -respondió ella.

Dios mío. Si a usted o a mí nos preguntaran si queremos algo, ¿qué diríamos? No sé: quizá que nos toque la lotería, que nuestro hijo apruebe la oposición, incluso que nos parta un rayo. Jamás yogur y albóndigas (ahora, un pentasílabo).

Como la cabeza es como es, me entretuve un rato dándole vueltas a la duda de si sonaba mejor el octosílabo que el pentasílabo o viceversa. ¿Albóndigas y yogur o yogur y albóndigas? Finalmente opté por el verso de las cinco sílabas. Son seis, pero hay que descontarle una por ser esdrújula la última palabra. Partiendo de ese verso, comencé un poema que evito reproducir porque era muy caótico. Entre unas cosas y otras, llegué a destino y me apeé. Ya en la acera, comencé a caminar al ritmo de esos versos de arte menor: cinco pasos y una pausa. Iba bien hasta que me dio por pensar en la posibilidad de inventar un paso esdrújulo. Pero no lo logré.

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