Cuarenta y dos años de régimen constitucional. No es ni mucho ni poco, es buen momento para la reflexión y en fechas como estas siempre ha sido momento de felicitación y homenaje. No sé si este año también lo es, tal vez lo sea más de reivindicación de la Constitución que de felicitación.

Digo esto con cierta pena. Cuando la Constitución cumplió 10 años fui invitada a un congreso internacional en el que participábamos muchos europeos y algún americano bajo la idea de ‘Culturas y constituyentes’. Como se celebraba en la Universidad de Teramo me pareció oportuno comparar el primer decenio italiano con el nuestro español. Con qué orgullo pronuncié aquello: si hubiera de sintetizar la experiencia española de esos diez años en un solo término, este sería ‘marathon’. Antes de 1989 todas las grandes leyes estaban redactadas y en vigor, nuestras autonomías marchaban rápido (tal vez demasiado algunas) por sus propias sendas, el Tribunal Constitucional depuraba el ordenamiento interpretando la Constitución en forma tan abierta como el texto permitía…

Seguramente los españoles no fuimos ni somos conscientes de todo lo que se estaba haciendo aunque bien podríamos ahora hacer un rápido ‘revival’ (que dicen ahora de lo que no es en realidad, sino rememoración). No hace falta molestarse en leer (que ya pasó de moda), basta ver las imágenes de 30-40 años atrás: nuestras ciudades y pueblos, nuestras casas, nuestras obras públicas… y nosotros mismos. Cierto que habrá quien piense que no ha valido la pena y que queda por hacer la gran revolución. También yo lo creo, aunque seguramente hay muchas, muchísimas discrepancias entre lo que cada cual entienda por gran revolución así, ‘in genere’. Cuestión distinta es que ese genérico se califique con referencia concreta (la gran revolución rusa, o la bolivariana, o cubana, o quién sabe si la revolución desde arriba de Maura, por no mentar categoría evangélica alguna que tampoco está de moda).

Pero volvamos a mi experiencia fuera, en el cuarto ‘decennale’ de la constituyente italiana, que era el primero nuestro. ¿Qué sentido tenía presumir de nuestra transición y de su verdadera voluntad política de hacer realidad los principios constitucionales y en forma tan rápida? Cada uno hablaba de la propia experiencia en un país en el que no pudo haber más lentitud y desgana de aplicar la Constitución, como el italiano. Lo puso de relieve Lelio Basso ya en 1959 al escribir ‘Il príncipe senza Scetro’. ¿Un príncipe sin cetro? Sí, tal era la imagen de una república del trabajo, descentralizada, que no acababa de arrancar ni en un sentido ni en otro. Instalada la democracia cristiana ‘de entrada’ sin tiempo mínimo de haber recreado la cultura democrática, y con el miedo a un comunismo fuerte e instalado en importantes regiones, el paso del tiempo solo llevaría a una impenitente reivindicación de reformas institucionales.

Nuestro caso es mucho más curioso: no solo se normativizó pronto la vida constitucional y sus efectos se dejaron ver en la vida de la ciudadanía; es que, además, aunque con cierto retraso (porque es conocida la última legislatura de Felipe González) fue posible la alternancia y con ello la consolidación de un régimen que con sus defectos nos ha proporcionado la más larga etapa de vigencia real de una constitución indiscutiblemente democrática que solo ha hecho algo de agua cuando nos hemos separado de ella o le hemos querido hacer decir lo que no dice. Y, sin embargo, ahora se ha convertido en una constitución ‘generacional’. Lo nunca visto.

Nuestro siglo XIX nos dio a conocer lo nefasto de las constituciones ‘de partido’, hechas a la medida del que manda en cada caso. Pero esto de ahora es fantástico: constitución que yo pueda votar (me recuerda al Renan del «plebiscito cotidiano»). Quiere decirse con ello que ni EE UU, ni Suiza hasta el 1999 (que por cierto, es reforma de 1848), ni Bélgica, ni por supuesto Inglaterra (entre otras democracias), tienen Constitución. Menos mal que esta es la generación mejor preparada... Y que Dios nos pille confesados.

La Constitución no es hoy aceptada por buen número de españoles que quieren votar una nueva. Yo les sugiero que voten alguna de sus necesitadas reformas. Para ello solo necesitamos aceptar que hay puntos de vista muy distantes pero que todos ellos han de llegar a un consenso. Pero ello no será posible mientras se ignore (y se quiera seguir ignorando) a una parte importante de la soberanía. Democracia no es (o no es solo) gobierno de la mayoría. No en esta fase madura de las democracias que llamamos occidentales.

El propio Basso lo decía en la mencionada obra: para devolver el cetro al pueblo soberano no basta con establecer institutos de democracia directa que complementen la democracia representativa; también ha de contarse con la minoría, con la oposición de cada momento. Es cierto que Basso, como líder socialista, hablaba entonces desde la oposición, pero sabía de lo que hablaba al citar como ejemplo la ejemplar institucionalización inglesa de la oposición. En todo caso, a mí personalmente me cabe la satisfacción de haber dicho siempre lo mismo cualquiera que haya sido el gobierno o la oposición.

Reivindico, pues, nuestra Constitución y sugiero a quienes no creen en ella una realidad histórica constante: sí que hace falta una constitución nueva cuando se quiere establecer un régimen totalmente nuevo, diferente del que se ha vivido. Así lo quisimos en 1978. ¿También es eso lo que se quiere ahora?

Sí hay quien lo dice abiertamente, y es de agradecer. Pero no estoy segura de que toda la población que lo repite a modo de eslóganes simples haya hecho una sencilla rememoración de las propias vidas hace 50 o 60 o más años. Y ahora, por cierto, recuerdo que hay que estar muy atentos a la realidad de este mundo nuevo; porque ya ni la política ni la economía se mueven ni se deciden en el ámbito estatal. Yo ya no tengo edad para jugar al aprendiz de brujo; convendría que los jóvenes reflexionaran bien antes de decidir si reivindican o no la Constitución.