Recuerdo una intervención del diputado de Compromís, Joan Baldoví, en el Congreso. Se preguntaba en las Cortes de España si era más español el idioma castellano que el valenciano. La pregunta reafirma un patriotismo sincero del maestro de Sueca. Defender el valenciano no es ser independentista. Atacarlo, arrinconarlo, menospreciarlo, provoca independentistas. Apelaba al valor sentimental de la lengua heredada de su madre y remataba preguntándose si había algún niño español que no supiera hablar castellano. En cambio, en los territorios con dos lenguas oficiales eran muchos los niños que no dominaban una de sus lenguas, digamos que la minoritaria. La reflexión lanzada desde lo más profundo de su corazón seguro que debió hacer pensar a muchos de los que ven la unidad como una compactada y obligada uniformidad. Allí había un español de Sueca que reclamaba la España diversa. Lo hacía con respeto pero recordó una realidad histórica: la imposición por justo derecho de conquista.

Sin embargo, siendo verdad, esa expresión oculta otra verdad: que el castellano ya era lengua franca en la mayor parte de la península cuando la Guerra de Sucesión y que su imposición no tuvo otra intención que unir la nueva administración. Esa centralidad coincidió además con el esplendor de aquella España que dominaba mares y territorios de ultramar. El castellano ya se había convertido en español y lo hablaban decenas de millones de personas en medio mundo. Seguramente, si el gallego se hubiera hablado en la centralidad de la península Ibérica hubiera sido el idioma elegido y extendido por medio mundo. O el catalán. Así ocurrió en Francia con el francés en detrimento del provenzal o en el Reino Unido con el inglés. Prusia impuso su alemán y La Toscana, el italiano que hoy conocemos. Centralidad geográfica decisiva.

Mucho se habla de los ataques a la unidad de España, pero pocos se han parado a pensar qué clase de España queremos. Nos encontramos con partidos del ámbito conservador como el PNV o la antigua Convergència que huyen de los conservadores del resto de España porque los identifican con botas opresoras de las lenguas que ellos consideran como propias. Todo español tiene derecho a usar su lengua materna en los territorios donde está implantado en todos los ámbitos comunicativos, incluido el judicial. En realidad el Estado no tiene ningún derecho a cercenar el derecho de las lenguas regionales. Los territorios bilingües lo son a todos los efectos. Nada ayudan a la unidad los discursos contra las diversidades. Pero cuidado, tampoco ayudan a la diversidad los discursos contra las realidades.

El castellano no puede ser considerado una imposición a estas alturas del siglo XXI. La lengua originaria de Castilla es una lengua que cumple su función primordial: comunicarse entre todos los españoles y con cientos de millones de hispanohablantes de todo el mundo. Creo que la Constitución española del 78 trató el tema como nunca se había hecho desde aquellos Decretos de Nueva Planta. No vale imponer nada a nadie, sino facilitar el entendimiento y la comunicación. Si violencia fue prohibir el gallego, el vasco, el catalán o el valenciano, violencia absurda e injusticia totalitaria sería perseguir el castellano en los territorios con lengua propia.