Vicente Gorgues, en su reciente artículo ‘Unamuno y València’, relata desde estas páginas las predicaciones de Miguel de Unamuno en la capital del Turia y cómo, en una de las ocasiones, «habló de lo que él consideraba nación».

La semana pasada, en la entrega del Premio 9 de Mayo al Programa Erasmus y su desarrollo por las universidades valencianas, que celebramos en san Miguel de los Reyes, precisamente salió el origen de la idea unamuniana sobre nación. Unamuno, con 24 años, tuvo lo más parecido a una experiencia erasmus cuando el salir por salir no se comprendía y la movilidad transfronteriza –todo un privilegio– necesitaba de buenas razones y grandes medios. De hecho, faltaban décadas para las únicas grandes citas que podían darse los jóvenes europeos antes de la aparición del Erasmus: las guerras mundiales.

Durante dos meses, el futuro rector salamantino –entonces sin oficio conocido– acompañó a su tío en un viaje desde Vizcaya hasta el sur de Italia, pasando por Francia y Suiza. Es esa experiencia la que abrió la mente de un bilbaíno muy terruño hasta permitirle producir una de las primeras y más bonitas reflexiones que nos ha dejado, inédita hasta la publicación de su diario de viaje en 2017: «Después de todo, ¿qué es una nación? Un conjunto de gentes que hablando como piensan se entienden. Esto es la patria».

Si bien, aunque no ignoraba Europa como lugar, no llegó a tener otra de las suertes al alcance de cualquiera hoy en día: percibir y disfrutar Europa como idea. Aunque trató de reflexionar «Sobre la europeización», era más bien defensor de una españolidad de antaño, lo que le valió el calificativo de energúmeno por parte de Ortega y Gasset. Ahora bien, sí consideraba necesaria la regeneración en lo técnico y en lo moral abriéndose al exterior.

Unamuno tampoco imaginaba que el continente tendría que pasar por la destrucción total de una segunda guerra y finalmente sería planteado como «nuestro hogar común», en palabras de Gorbachov poco antes de la caída del imperio soviético que nuestro autor vio nacer. En cambio, en su época de fuertes tradiciones, arraigo local, así como de las mayores fronteras físicas y mentales, los términos del Estado pirenaico eran el reto de convivencia más grande que podía imaginar.

Así, décadas después de su viaje continental, Unamuno reciclaría su gran ocurrencia sobre lo que es una nación para identificar la solución que venía a ofrecer a los suyos. En un artículo de 1931 habla de que «si ha de haber una verdadera unidad española, si España ha de ser una nación con una conciencia común, ha de ser sobre el cimiento de un sentimiento común de misión». Y añade algo muy actual, a la vista de los ataques hacia la Unión Europea (más allá de la crítica estrictamente necesaria): «Ahora nos falta averiguar, percutiendo y auscultando, si ese sentimiento se fragua bajo los ataques histéricos».

La inmersión en países del entorno descubre a Unamuno que para la convivencia o, más aún, la convergencia, no es preciso renegar de lo que se es, sino moverse por la voluntad de alcanzar juntos algo más grande y mejor. De ahí que su receta para las nacionalidades de España fuera entenderse y querer ser más padres del futuro que hijos del pasado. El mismo sentimiento finalista es la estrategia para avanzar en la construcción europea.

Como decía Konrad Adenauer, «nada es mejor para superar el nacionalismo estrecho que cuando los jóvenes de los pueblos europeos se unen para defender la libertad juntos». Desde 1987 y hasta ahora, el mejor marco para ello es el Programa Erasmus, existente tal como lo conocemos gracias a los esfuerzos emprendidos desde Bruselas por nuestro gran europeísta, Manuel Marín. Idear un nuevo programa de becas para la movilidad de estudiantes de secundaria y/o bachillerato dentro de la UE, de cara a cuando sea posible, ampliaría las filas de aquellos que desde muy jóvenes –incluso antes que Unamuno– participen en el constante plebiscito sobre la cuestión nacional que, en definitiva, concurre con aquel sobre la identidad europea.