Poco hace el pico del hombre, pero la gota horada la roca, no por su fuerza sino por su constancia. Así se ha modelado el paisaje a lo largo de las eras geológicas; y así sigue siendo.

Tener paciencia no es poca ciencia. Se lee en Lucas, 21, 19, una sentencia de Jesús que siempre me ha impactado: mediante la paciencia compraréis vuestras almas. La posesión del alma es puesta en la paciencia que, en efecto, es custodia de todas las virtudes. Pero uno podría preguntarse por qué he de comprar lo que es mío. La respuesta es que en realidad no es del todo mío: he de adquirirla día a día. Cuando san Pablo se pregunta por qué lo bueno que quiere hacer no lo hace, y en cambio lo malo que no quiere hacer eso hace, nos enseña una ley universal: que hay en nuestro interior un principio de oposición.

Nosotros vamos poseyendo lo que es nuestro, pero todavía no definitivamente, sino que conquistamos a través de la paciencia: aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos.

Hoy, en la cultura global dominante, pervive el “lo quiero” a fuerza de click. Y muchas veces, nos irritamos cuando vemos que las cosas, y sobre todo las personas, permanecen “inalterables”. Nos gustaría dar un puñetazo encima de la mesa y decir “se acabó”. Sin embargo es preciso ejercitarse en la paciencia. Tertuliano (siglo III) en su famoso tratado sobre esta materia, nos indica que los impacientes cuando no quieren padecer cosas malas, no consiguen escapar de ellas, sino sufrir males mayores. Pero los pacientes prefieren soportar los males antes que cometerlos. Y concluye que conviene soportar con paciencia lo que no se puede suprimir sin violencia.

René Girard, en Aquel por el que llega el escándalo, lo dice de este otro modo: “Es necesario desobedecer siempre a los violentos, no sólo porque nos empujan al mal sino porque nuestra desobediencia puede ella sola atajar esta empresa colectiva que es siempre la peor violencia, la que se expande contagiosamente”.

La paciencia es dar tiempo a los demás. Las personas, como el buen vino, encerrado en barrica, maduramos poco a poco. Tampoco uno es perfecto; y los demás han de “soportar” nuestros defectos. Decían los clásicos que la impaciencia hace herejes, por cuanto el hereje se constituye como tal por la pretensión de arreglar un estado de cosas, quizá calamitoso, sin esperar. Lo quiere sanar ya, al modo revolucionario; y empeora más las cosas.

No se ganó Zamora en una hora, se lee en La Celestina. El arte del buen gobierno comporta saber “tirar” de los demás, por un plano inclinado, poco a poco. Es preciso dedicar a cada uno el tiempo necesario, con la paciencia de un monje del Medievo para miniar -hoja a hoja- un códice. Que cada uno llegue a ser su quién.

La forma cotidiana de la fortaleza es la paciencia: el resistir sin dejarse abatir. Paciencia viene del latín “patiens”, que significa sufrir. El paciente es el que sabe estar en su sitio, sin alteración, aunque sufra. La paciencia es saber callar y dar tiempo al tiempo, que pone las cosas en su sitio, si se ha sabido esperar.