Cuando de pequeños estudiábamos el catecismo del padre Astete, de tapas verdes, que tu madre te preguntaba de memoria antes de pasar por las clases de la catequista del párroco, no entendíamos nada de lo que allí decía. Con aquel sistema pedagógico de preguntas y respuestas, que había que saber de memoria, nos hablaban de virtudes teologales y morales. No sabíamos lo que era virtud, ni de lejos lo de teologales, ni de cerca lo de morales. Ni nadie nos lo explicaba. Lo importante era memorizar. Y el domingo por la mañana prepararte unos cuantos pecados de los de ocho o nueve años para arrodillarte ante el confesionario que, condición humana, estaba impregnado de pecados mortales por quien, según aquellas verdades, estaba autorizado para perdonarte los de ocho años.

Y sin embargo, con la edad hemos llegado a comprender la verdadera dimensión de aquellas respuestas de memoria. Y viendo lo que vemos, viendo una sociedad en la que las virtudes lucen por su ausencia; cuando las más altas dignidades atraviesan el pasillo de la vergüenza pública por faltar a sus deberes con hacienda; viendo como el trabajo, si existe, no se valora ni para poder adquirir una vivienda mínimamente digna ni para comer sin tener que pasar las vergüenzas de las colas; viendo que las leyes son papel mojado; comprobando cómo la Declaración Universal de los Derechos del Hombre se gasta para publicidad y se niega en su aplicación; viendo y soportando lo que soportamos, creo que aquello de la fe, la esperanza y la caridad estaba bien pensado, como lo estaba lo de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Se puede ser creyente o no, pero aplicarse el cuento de las virtudes teologales y morales debería ser norma obligada en cada una de nuestras acciones y en las de quienes están obligados a ser ejemplo para la sociedad que gobiernan. La fe nos obliga a no perder la esperanza de buscar una sociedad mejor y, sobre todo, debería servirnos para no creernos dioses de la creación. El hombre sabio sabe que no sabe nada. No hay político digno de dirigir un país que se crea en posesión de la verdad, que desprecie las opiniones de sus opositores hasta el extremo de no dirigirle la palabra. Ni puede haber opositor que sólo se dedique a poner zancadillas para derribar al gobierno de turno. Eso no es caridad, eso no es signo de amor al prójimo, porque sin un esfuerzo de comprensión y de acercamiento no será posible tomar decisiones para todos. Y siguiendo con lo de las virtudes, nadie puede dudar del valor de la prudencia, para estudiar lo que conviene y hacerlo considerando las ventajas y desventajas, anteponiendo lo conveniente a la propaganda. Convertir la política en publicidad es propio de dirigentes poco sensatos. Sin prudencia cometeremos injusticias, atropellos y decisiones sometidas al sectarismo. La fortaleza también es necesaria para afrontar los problemas difíciles sin esconder las cabeza, si hacerse el loco. Un país también necesita líderes que afronten las situaciones complicadas con determinación, sin dejar pudrir los problemas. Y en cuanto a la templanza, resulta imprescindible para moderar las tentaciones, para saber que en la plaza pública debemos desprendernos de sentimientos y aconsejarnos por la razón. 

Las virtudes del padre Astete resultan de sumo interés como guía política. Ahora, medio siglo después, he descubierto que aquellas palizas de memoria no sirvieron de nada pero quien las pensó sabía que valían la pena.