El otro día mantuve una conversación con el muchacho que suelo encontrarme a menudo en el metro. En esta ocasión, el tema se centró en la jubilación y en las pensiones. En seguida salieron a la luz los Pactos de Toledo y la falta de empleo para los jóvenes. Le dije que para muchas personas envejecer es meterse en un túnel desconocido, pero a la vez apasionante.

Por ello, dejé de lado los Pactos de Toledo y eché mano de los clásicos, de la ilustración y de algún que otro contemporáneo. José María Riera, en su libro ‘Contra la tercera edad. Por una sociedad para todas las edades’ (2005), sostiene que la sociedad para todas las edades tiene que ser un espacio de libertad y tolerancia. Es necesario, para Riera, «vivir en una atmósfera donde se pueda respirar sin necesitar la aprobación de los demás y sin sentirnos estigmatizados porque estas actitudes no sean las supuestamente correctas». Una sociedad para todas las edades es, en opinión de Riera, «una sociedad que posibilita la integración de todos sin que la edad sea un factor de discriminación o exclusión».

Le señalé a mi joven interlocutor que, para el filósofo Cicerón existían cuatro ideas claves sobre este asunto: (1) la vejez no impide hacer cosas, puesto que muchas de ellas requieren de la experiencia y del prestigio, no de la fuerza; (2) la vejez no debilita las fuerzas del cuerpo, puesto que esta es relativa al igual que su importancia, así como el orador pierde la voz, pero «la voz adquiere en la vejez un brillo especial»; (3) la vejez «no está exenta de placeres y los cimientos de una buena vejez son el prestigio y el respeto a la edad»; y (4) la vejez no está cerca de la muerte. Afirmaba Cicerón que «la muerte es natural, porque la naturaleza del hombre es caduca», y esto ocurre en cualquier momento. Con respecto a este último punto, otro filósofo romano, Marco Aurelio (121-180 dC), en sus ‘Meditaciones’ explicaba que «además, la muerte no es sólo un hecho natural, sino algo que a la naturaleza le resulta sumamente conveniente».

Siguiendo con Cicerón (106-43 a.C.), en su breve tratado ‘Sobre la vejez’, explicaba que es una fase natural de la vida y ha de vivirse con naturalidad, diseñada por la naturaleza; y su vivencia va a depender de la virtud con la que se haya vivido el resto de la vida.

Victoria Camps, en su libro ‘Virtudes públicas’ (1990) expone que la solidaridad es una virtud que está «más allá de la justicia: la fidelidad al amigo, la comprensión del maltratado, el apoyo al perseguido, la apuesta por causas impopulares o perdidas». Cicerón explicaba también que la vivencia de la vejez depende del carácter del individuo. En ese sentido, para Rafael Santandreu (‘El arte de no amargarse la vida’), «el bienestar lo llevamos nosotros dentro. Ahora, lo que tenemos que hacer es recuperar ese bienestar básico que habita en nuestra mente». ¿Cómo? «Entrenándonos para ver las cosas con positividad, sin terribilizar y disfrutando de cada posibilidad que nos ofrezca nuestra vida actual». La vejez disminuye la memoria, siempre y cuando no se ejercite; y eso de que la vejez resulta molesta a los demás, es más bien por el carácter de la persona que por su envejecimiento.

El viaje se acababa, así que recurrí a ‘El arte de la prudencia’, de Baltasar Gracián (s. XVII). En el aforismo 90 sobre el arte de vivir mucho, este ilustre escritor afirma: «Quien vive deprisa en la virtud, nunca muere. La entereza del ánimo se transmite al cuerpo: la vida buena es larga no sólo por su intensidad, sino también por su extensión».

Por último, para Héctor García y Francesc Miralles, en su libro ‘Ikigai (la razón por la que nos levantamos cada día)’, «cuidar de las amistades, una alimentación ligera, descansar adecuadamente y el ejercicio suave formarían parte de la ecuación de la salud, pero en el centro de esa ‘joie de vivre’, la alegría de vivir que les impulsa a cumplir años y a seguir celebrando cada amanecer, está el ikigai personal de cada uno».