Hace poco volvía a casa tarde en el autobús y me paré a mirar a la gente que me acompañaba en el trayecto. Caras invisibles que se camuflaban detrás de sus móviles, libros o quehaceres y que dejaban correr la vida a través de los cristales. Me habría gustado preguntarle a cualquiera de ellos qué era aquello que los distraía del mundo real con tal fervor, aunque probablemente hubiera sido una batalla perdida, ya que aquellas sombras, ánimas aparentenmente despiertas en la realidad, andaban tan sumidas en una confesión nocturna que hubiera sido una tarea imposible resucitarlas de su insimismamiento.

¿Qué era aquello que los mantenía vivos? ¿Qué fuerza los retenía en el mundo de los vivos y les permitía distinguirse todavía de los difuntos?

Me fijé bien en qué les acompañaba y qué los ayudaba a sobrevivir al camino de vuelta a casa. Un libro. Un crucigrama. Un móvil con una noticia de última hora. Un aparato de música. Todos parecían aferrarse a algo fervientemente para parecer un poco más humanos y menos invisibles. Como si el barco en el que zarparan estuviera a punto de irse a la deriva y necesitaran asirse de un salvavidas capaz de mantenerlos a flote. A ese pequeño salvavidas, con significado propio y con sentido figurado aquí, es a lo que yo llamo cultura.

Sin embargo, y a pesar de la necesidad de contar siempre con ese flotador para las situaciones más fortuitas de la vida, todavía hoy encontrarás a gente que te dirá que la cultura es, cuanto menos, prescindible. Es más, asustaría reconocer el ejercicio de memoria al que se han tenido que someter muchas personas al preguntarles cuándo fue la última vez que vieron una película en el cine —a excepción del momento actual que estamos viviendo—; como si aquel momento épico fuera digno de aparecer en la colección de clásicos «remember».

Lo que sí está claro es que con la crisis social y sanitaria que estamos viviendo un hecho ha quedado patente: sin cultura no hubiéramos podido sobrevivir ánimicamente a la pandemia. Y es que, y me atrevería a apostar cuanto tengo, todos y cada uno de nosotros hemos recurrido a ella en algún momento del confinamiento sin ni siquiera ser conscientes de ello. Porque no, no hace falta leer a Luis de Góngora para acercarnos al término cultura, sino que es esta más bien la que nos abraza a diario y nos invita a flotar como el salvavidas que es.

Pero entonces, ¿a qué hace referencia exactamente este término?

A decir verdad, quizás este sea uno de los términos más amplios y ambiguos que recoge nuestro diccionario, ya que alega a un campo intangible que todos reconomos como inherente en las sociedades pero que varía según el contexto en el que lo situemos. La RAE, por su cuenta, define cultura como: «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico», al igual que habla de: «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.» en su segunda acepción. A este respecto, decía el filósofo Javier Gomá que «las palabras más trascendentes de un idioma y con mayor fuerza simbólica acusan una carga de ambigüedad superior, y por ese motivo, la necesidad de distinguir entre los significados y los contextos posibles se hacen en estos casos aún más apremiante». Y es que, si atendemos a esta segunda acepción del término que nos ocupa, es cierto que las gafas con las que miramos a una misma realidad pueden mostrarnos una imagen diferente dependiendo del lugar y el contexto social en el que hayamos nacido.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, lo que sí está claro es que las personas, por el mero hecho de serlo, hemos recurrido a esta idílica deidad alguna vez, y la prueba de ello es relacionar el término cultura con alguna de estas situaciones de nuestra vida diaria:

Cultura es el hombre que toca la guitarra en casa para amenizar con la melodía la pena que lleva dentro. Cultura es la madre que leía un cuento cada noche a su hijo. Cultura es la niña que escribió en su diario y dejó retratados los mejores momentos de su vida. Cultura es la serie que te fundiste en un fin de semana y que te ayudó a mantener tu mente ocupada. Cultura es el libro que nos zampamos hambrientos un sábado de lluvia en casa y que te ayudó a viajar a lugares inimiginables. Cultura es el invisible fotógrafo que se escondía entre las sombras y capturaba los momentos que nadie más veía. Cultura es el músico que cantaba música y tocaba corazones. Cultura es la increíble ilustradora que supo darle luz y color a la idea que llevabas dentro. Cultura es el hombre que bajaba todas las mañanas a su cafetería para leer el periódico de siempre. Cultura es ese vídeo de Youtube que te hizo reír y se olvidó de tus miserias. Cultura es esa obra de teatro que te sacó una sonrisa al retratar de forma pícara la sociedad en la que vivimos. Cultura es el niño al que sentaron a pintar para calmar su llanto y acabó convirtiéndose en pintor. Cultura es el hombre del autobús que amenizaba su trabajo escuchando su programa de radio favorito.

Cultura eres incluso tú leyendo estas líneas.

Reconozco que este artículo lo imaginé de noche sentada en el autobús viendo la ciudad pasar. Miraba caras cansadas, carteles a media luz, lugares silenciados por las paredes… y todos parecían querer decirme algo a su manera. Retratos a medio gas que se mantenían vivos por algo que amenizaba su viaje hasta casa. Ahora tengo claro que ese algo era la cultura. Y es que un pueblo sin cultura es una sociedad muerta de espíritu. Muertos vivientes que deambulan por el mundo físico pero cuyas mentes nadan en la inexistencia. Decía alguien una vez que la cultura es eso que no necesitas para sobrevivir pero que te mantiene vivo. Quizá sea esa cordura racioemocional la que nos diferencia como humanos. Todavía me sigo preguntando qué es exactamente, aunque lo único que tengo claro es que es de las pocas cosas que me hace sentir viva. A flote. La anestesia de la vida, la llamaría.