Las expectativas son la esperanza que nos mueve a levantarnos cada día. Son el motor que nos ayuda a afrontar con cierto optimismo nuestras obligaciones diarias. Nos formamos para crecer intelectualmente, pero no nos engañemos, también para conseguir un trabajo que nos guste y vivir la vida que soñamos. «Trabajar para vivir», que se suele decir.

Las personas de mi generación, la ‘millenial’, y de la generación Z, viven estancadas en una crisis de expectativas y de esperanza. Ni siquiera ‘vivimos para trabajar’: 4 de cada 10 jóvenes en nuestro país no tiene empleo.

La crisis económica que ha traído el coronavirus ha terminado de embarrar la situación de precariedad que arrastrábamos desde la crisis de 2008 y que terminó de agravar la reforma laboral de 2012. Esa que diseñó los contratos por horas, la flexibilidad de despido y las prácticas laborales abusivas a las que se fió la salida de la crisis.

Según el último estudio que hemos publicado en el Consejo de la Juventud de València, 1 de cada 4 jóvenes está en ERTE o ha perdido su empleo a raíz de la crisis. De las personas que se están formando, más del 70 % tiene problemas para sacar el curso académico adelante. Menos de la mitad ha conseguido emanciparse. De los que lo habían conseguido, casi un 5 % ha tenido que volver a casa de sus padres porque no pueden permitirse pagar un alquiler.

Pero no es cierto que vivimos peor que nuestros padres. Una persona joven hoy en día tiene mejor calidad de vida que los que crecieron en los últimos años del franquismo o en la transición. Pero el ascensor social ya no funciona porque estudiar y formarse ya no es garantía de nada. Los jóvenes dependen del hogar del que provienen y las diferencias de clase se enquistan en el tiempo.

Somos jóvenes sin expectativas ahogados por las expectativas que la sociedad pone en nosotros. Hemos de ser proactivos, estudiosos, trabajadores, participativos, responsables y empáticos con los problemas de la sociedad. Sin embargo, a los ojos de gran parte de la gente somos el colectivo social más irresponsable de la pandemia.

Necesitamos una reconciliación entre generaciones. Somos la generación que financiará la deuda que estamos asumiendo para salir de la crisis y garantizar las pensiones y la sanidad en un continente cada vez más envejecido. Es hora de que nuestros problemas entren de lleno en el discurso político. La sociedad tiene la obligación moral de ofrecer expectativas de vida a cualquier persona, tenga la edad que tenga. Europa no puede permitirse volver a olvidarse de sus jóvenes.