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A vuelapluma

Alfons Garcia

El año de la esperanza

Cuánto nos echamos de menos

Estas navidades tienen algo de aquel silencio de los días del confinamiento forzoso, cuando perdíamos la sombra buscando en nuestro interior algo a lo que agarrarse en un momento de extrema dificultad, cuando la muerte helaba las calles y no se veía el fin de la curva. La curva bajó y luego volvió a subir cuando nos creíamos que ya éramos capaces de controlar el virus, en una segunda lección de humildad para enseñarnos que asumir la vulnerabilidad va a ser el factor humano de los nuevos tiempos.

Ahora que el calendario se queda sin hojas es natural realizar balance. Mirar atrás y hacer examen de los últimos meses, difícilmente olvidables. Diría inolvidables, pero no termino de fiarme del ser humano porque no termino de fiarme de mí mismo. La Historia puede contar olvidos de grandes desastres con unos cuantos dedos de ambas manos. Quizá la Historia es la ciencia que nos hemos obligado a darnos para combatir la tendencia biológica a pasar página y seguir adelante sin mirar atrás. El frenesí tras la primera ola es una buena muestra.

Si alguien me pide un balance, que es hermano etimológicamente de balanza, de pesar y contrapesar lo bueno y lo malo, me quedo con esa idea de recuperarnos a nosotros mismos, de ser capaces de ganar el silencio, de volver a pensar al margen de tanto ruido como nos acompañaba. El estruendo volverá. Ha vuelto, mejor dicho, con el fulgor de sables políticos, entre mentiras que tiñen incluso las certezas científicas. Como si el camino de la vulnerabilidad, la humildad y la duda hubiera sido la puerta abierta a negar las evidencias y atraer a las masas con ello. Entre el poder humanista del silencio y la irrupción de los bulos de ámbito masivo, prefiero el primero como deseo de permanencia para el porvenir, aunque ambos creo que van a estar presentes en el futuro inmediato.

Si alguien me pide un recuento, me quedo con la esperanza. Es la palabra auténtica del año, aunque pandemia o coronavirus se lleven los honores de las academias lingüísticas. Aquel dicho que parecía tan simple de que la esperanza es lo último que se pierde ha sido más real que nunca. Mientras quede un ser humano, permanecerá la esperanza. Lo sabemos mejor que hace doce meses. La evidencia ha sido la capacidad para crear más rápido que nunca una vacuna. Ya está en circulación, nueve meses después de la declaración del estado de alarma, cuando el pronóstico al empezar la emergencia era de un mínimo de año y medio.

Si alguien me pide la lección del año, me quedo con el aviso del colapso. Puede pasar. No es una distopía ni una serie de ciencia ficción. Lo hemos tenido cerca. Hemos visto el colapso sanitario frente a nuestras narices. Colapso sanitario significa tener que renunciar a luchar por la vida de algunos para preservar la de otros con mayores expectativas de supervivencia. Dolorosa matemática de la vida y la muerte para que gane la especie. Y eso pasó en casi todos los continentes en los días más duros, cuando los sanitarios se construían equipos de protección con lo que tenían más a mano, sin saber bien qué era el enemigo y viendo como ellos también caían sin tener protocolos claros ni un tratamiento eficaz.

Hace años que los científicos alertan de que el planeta da síntomas de agotamiento, de que hemos acelerado los ciclos climáticos. Las advertencias suelen dar pie a sesudas y largas comisiones de debate que acaban en la redacción de agendas políticas globales a largo plazo asumidas con mucha pompa pero con la boca pequeña, porque el margen de acción temporal siempre es amplio. Kioto o París dan nombre a acuerdos bien intencionados que nadie termina de creerse, a pesar del aumento del nivel del mar, de las imágenes del deshielo de los casquetes polares o de la recurrencia de catastróficas tempestades en el Mediterráneo. Nos suena a exageración de profetas del fin del mundo y agoreros de la desgracia. Este 2020 hemos comprobado, sin embargo, que el colapso planetario es posible. La lección del año ha sido esa. Del mensaje del rey de España, tan profesional y solvente como falto de mensajes perdurables, dignos de un año especial, hablamos otro día. O quizá ni eso.

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