Antoine Rivaroli era de origen milanés. Hijo de un hostalero, se hizo llamar el conde de Rivarol, y pasó a la posteridad por su ‘Discurso sobre la universalidad de la lengua francesa’ (1784) que responde a tres preguntas planteadas por la Academia Real de Ciencias y Bellas Letras de Berlín: «¿Qué ha hecho que la lengua francesa sea universal? ¿Por qué merece esta prerrogativa? ¿Podemos suponer que la conserve?». Más que de lenguas universales, hoy se habla de lenguas discriminatorias. El premio Cervantes concedido a Joan Margarit escandaliza porque los molinos de viento se mueven con el aire de los que se postulan a dirigir Tele 5, ‘El País’ o ‘el Nacional punto cat’, o a dirigir conciencias nacionales en general y punto, sin digerirlas. Alemania y Francia estaban preocupadas porque el inglés pudiera desbancar sus idiomas, pero se hacían preguntas en vez de dictar respuestas y agitar rechazos. Al contrario de lo que sucede hoy, lo que buscaban era conseguir una presa, no organizar una cacería. Lingüística y política están tan políticamente ligadas como la teoría y la ideología. Pero ninguno de estos cuatro conceptos confieren por sí mismos el genio creativo a quienes los usan, a no ser que los mezclen adecuadamente. De hecho, la brillante oposición de Rivarol a la Revolución Francesa le condujo al exilio en Alemania. Dejó un legado de frases lapidarias: «En literatura, el robo sólo se justifica por el asesinato», refiriéndose a que solo el genio consigue hacer olvidar a los escritores en los que se inspira. Nada tan original como alimentarse de los otros, dijo Paul Valery. Pero hay que digerirlos.

El león está hecho de cordero asimilado. Cuando en la película ‘Adivina quién viene a cenar esta noche’ Spencer Tracy accede a que su hija se case con un negro, responde con otra frase a las dudas que tiene el padre de Sidney Poitier acerca del complicado futuro social que tendrá la pareja en su país: «Ellos son este país y este cochino mundo». Lo que pasa es que este cochino mundo ha olvidado todo lo que ha sucedido desde el final de 1800. En su encíclica ‘Rerum Novarum’ (1891), el papa León XIII anunció que se habían de tomar «medidas rápidas y eficaces para ayudar a las clases inferiores, puesto que están en una situación de infortunio y de miseria inmerecida». Como hicieron después Pío XI o Juan Pablo II, León XIII quiso tomar conciencia sobre las transformaciones sociales e intelectuales debidas a la acelerada industrialización y abandonar la imagen de una Iglesia retrógrada, reaccionaria y nostálgica.

Las medidas sociales de la ‘Rerum Novarum’ excluían al socialismo porque empujaba «al odio envidioso de los pobres contra los ricos». Si reconocen estas palabras en algunos discursos de hoy es porque León XIII también aseguraba que la desigualdad de condiciones es inevitable y necesaria para toda sociedad, poniendo el acento de su propuesta en la caridad, más que en la justicia. El sindicalismo podía jugar un papel positivo, siempre que no alentara a la lucha de clases, situándolo más en un terreno moral que político. No pequemos de anacrónicos tildando estas ideas de conservadoras en un contexto en el que la Iglesia abandonó por primera vez en la Historia su postura falsamente apolítica y tendió la mano a los excluidos de las fuerzas del liberalismo. No seamos como los que hoy describen a Bartolomé de las Casas como un colonizador paternalista por defender los derechos y la dignidad de los indígenas. Tampoco vamos a llamar revolucionario a un texto religioso que reconoce el derecho de la propiedad y la aceptación de las desigualdades sociales. Si el mundo cambia es porque las revoluciones empiezan en nuestras propias casas, no en las ideologías. Y si lo hace a peor es porque no hay nada que desmonte mejor una petición justa que su fragmentación y despiece teórico. Algunos derechos sociales se han convertido en nichos de mercado y en fuente de conflictos internos: estudios, empleo, razas, identidades, orientaciones, religiones, habilidades distintas y medidas corporales. ¡Hasta existen sindicatos de derechas! Haz la revolución sí, pero dentro del desorden. El nuevo ardid del déspota es desautorizar cualquier discurso social acusando al ponente de no defender las particularidades de todos y cada uno. O convertir al discriminado en discriminador por turno. La legislación de fobias y sus neologismos combinados sirven a menudo para perder el tiempo confundiendo alergias con intolerancias. Al final no evoluciona el más adaptado, sino el que sea más fuerte en adulterar las necesidades legítimas, elevando a las más altas instancias confusas preferencias personales con rango de derecho. Como las propuestas de León XIII, estas son más una cuestión de conducta y educación que de hacer un reposicionamiento social mediante la política.