A medio camino entre la composición artística y el conocimiento técnico, la arquitectura ha sido siempre una disciplina de enorme influencia social. Desde los tiempos más remotos, los arquitectos han estado muy considerados y solo la crisis de la modernidad los ha empobrecido hasta devolverles a un estatuto de asalariados muy por debajo de sus antiguos valores profesionales. Como decía el maestro sociólogo, José Miguel Iribas, la arquitectura es el único saber para cuya actividad se exige la excelencia, lo cual no impide que muchos arquitectos cometan muchos desmanes estéticos.

En resumidas cuentas, no es fácil hacer buena arquitectura porque no basta con dominar la tecnología de la construcción, ni siquiera asumiendo los valores de una determinada corriente estilística. La mayor parte de los arquitectos se limitan a cumplir con las demandas del promotor de turno o, en su defecto, a exacerbar una estética teórica y poco humanizada. Y son pocos, muy pocos, los profesionales que resuelven con novedades técnicas y plásticas los retos de una buena arquitectura en la vanguardia de su tiempo.

Uno de ellos fue Fernando Moreno Barberá, un arquitecto franquista formado en plena Alemania nazi, pero que se adhirió desde muy joven a los planteamientos más canónicos del Movimiento Moderno que había aflorado en torno a la Bauhaus. Contratado por el Ministerio de Educación a finales de los años 50 para desarrollar el campus universitario de la avenida Blasco Ibáñez, dejará aquí en Valencia algunas de sus mejores obras como son las facultades de Derecho y de Filosofía y Letras, o la Escuela de Agrónomos, así como la posterior Universidad Laboral de Cheste, todas ellas construcciones seminales de la modernidad valenciana.

Una de esas piezas maestras del racionalismo arquitectónico, los laboratorios de Agrónomos, es noticia estos días porque se está procediendo a su derribo para ganar solares con los que proceder a una nueva ampliación del Hospital Clínico. No hay razones ideológicas tras esta demolición, simplemente se hace necesario ampliar el centro sanitario y las sencillas estructuras de los laboratorios ni están protegidas ni poseen elementos ornamentales que les den prestancia a ojos neófitos por más que recuerden el IIT de Mies van der Rohe en las afueras de Chicago. La arquitectura despojada de la modernidad no gusta, en cambio basta una balaustrada o unas molduras historiadas para incluir estos elementos en los catálogos de protección.

Y ese es el problema que arrastra la arquitectura contemporánea en ciudades como València, donde no se ha llevado a cabo un listado riguroso y serio de edificios del siglo XX a proteger. De ese modo, ha desaparecido el interior cubista del cine Capitol de Joaquín Rieta –de quien también está en riesgo el edificio Cuadrado de viviendas en Guillem de Castro–, la antigua Jefatura de Aviación en Jacinto Benavente, el instituto Benlliure del opusdeísta Miguel Fisac, el Club Náutico de Javier Goerlich y los invernaderos de su propia casa en Godella, por no hablar del abandono que ha sufrido su colegio mayor Luis Vives bajo gestión de la Universitat o el desprecio del cine Metropol por parte de las incultas autoridades patrimoniales.

Las aberrantes normas urbanísticas de esta ciudad plantean también un nivel de protección menor para ciertos edificios historicistas –en general, situados en el Ensanche–, consistente en permitir el derribo y vaciado de muchas fincas siempre y cuando se mantenga la fachada. Dichas fachadas suelen ser frentes exteriores dominados por balconadas decorativas y ventanales con frontones más o menos clásicos, portalones y algún que otro remate en la terraza superior. Nada que no pueda replicarse con buenos escayolistas, carpinteros y ferreteros. Las normas, en cambio, obligan a un costoso y peligroso ejercicio de ingeniería, sosteniendo la fachada mediante contrafuertes y andamiajes metálicos. Conservamos el pellejo del edificio, un trampantojo arquitectónico.

Esta es una de tantas normas absurdas que siguen dominando el día a día de la ciudad, como la que impide habitar las cubiertas de los edificios o las plantas bajas… En cambio, se permite el abuso de los cableados de telefonía y electricidad en fachadas y terrazas, así como el desagüe en acequias que cobran de la municipalidad por ello, o la elevación en patios interiores de manzana para construir aparcamientos… Todo ello revela la falta de criterio y dirección en la ciudad, donde problemas capitales como los de la plaza del Ayuntamiento se resuelven con provisionalidades, cuando la plaza es uno más de los nodos mal resueltos de València por mor de su mala planificación urbana desde los años 60.

La conectividad de la plaza con el eje de María Cristina que lleva al Mercado Central y la Lonja –nada menos–, así como con el de Marqués de Sotelo que conduce al gran escenario de la Estación del Norte y la Plaza de Toros o la lectura visual en doble dirección del majestuoso Banco de Valencia –ahora la Caixa–, dan cuenta de la magnitud de la problemática de esta ciudad en sus enclaves centrales. Sin ampliar la perspectiva no se resolverá la urbe de modo satisfactorio.

Por eso ha sido muy divertido participar en el primer hackatón –de hacker y maratón– organizado por el Colegio de Arquitectos y la Generalitat, al objeto de propiciar atrevidas ocurrencias entre los estudiantes de arquitectura sobre los patios interiores del barrio de Russafa, buena parte de ellos con estructura de ensanche. Los estudiantes dejaron claro que los problemas son complejos y que hay que abordarlos con osadía para crear una ciudad más verde, más vecinal y, también, más hermosa.