De un tiempo a esta parte, sueño que me caigo. Bueno, no lo sueño, que no estoy dormida. Pero tampoco estoy despierta. ¡Vaya uno a saber! Es ese momento exacto en que uno, al fin, da por zanjado el día y aplastado contra la almohada, se va apagando el volumen de los pensamientos con la esperanza de que lo reemplace, por ejemplo, una visita onírica de Brad Pitt. Justo ahí, me encuentro bajando por una escalera y, en esa mezcla de ‘déjà vu’, recuerdo y premonición, en lugar de Brad Pitt, lo que llega es el crujido de mi tobillo —siempre el mismo— y caigo por una escalera. Como la literatura es abundante en manuales de interpretación de los sueños, pero nos falta un manual de interpretación de los no sueños, he dedicado estos sobresaltos nocturnos para especular conmigo misma y mi resumen viene a ser: estás fatal, asúmelo. Pero como aún me quedan unas cuantas líneas de artículo, les daré alguna versión más extendida que no hará más que reafirmarles este diagnóstico.

Me conozco todas las teorías: cenar ligero y temprano, no arrastrar malos rollos bajo el edredón, respirar, meditar, contar ovejas, ser consciente del momento presente y buena ventilación y, créanme que, sin temor a exagerar, me tengo por una tipa meridianamente cuerda y hasta algún punto sobre la media en aquello que llamamos felicidad. Entonces, ¿por qué cojones caerme, si no hay necesidad?

Pero llega la mañana y sucede que mi amiga tal o mi amigo cual me anuncian que alguien ha dado positivo, está ingresado o, ¿te has enterado? Murió. O que el local de aquel amigo, total, planea cerrar definitivamente. Y el ERTE, el ERE, la OMS, la PCR, la UCI, el IVA y el WTF. Y aunque en apariencia, todo sigue bien, que yo aún voy al teatro —los que sobreviven— y a conciertos —los que contratan—, y no me faltan los amigos con los que compartir, café, vino, la vida —máximo 6 que ya está bien y en lugares ventilados que, caramba, son los mejores—. Y salgo, como siempre, a comprar mi pan y mis verduras —últimamente me ha dado por el tomate corazón de buey— ¡Y anda que no hay gente por la calle! De tiendas, cargando bolsas repletas para que sus fantasmas no pasen frío. Aun así… el mundo es totalmente distinto. El mundo es otro. Y en el ascensor —que es el mismo ascensor— si viene una persona, aunque caben cuatro, saludas y subes a pie. Y llegas a casa, que aunque es la de siempre, ¡que es mi casa! Cuelgas la mascarilla donde iría la bufanda y las llaves comparten espacio en la entrada con el bote de hidroalcohol. Y los tomates a la cocina, pero antes vuelves a lavarte las manos y a lavarlos antes de colocarlos en su cajón.

En ‘El príncipe de las mareas’, Tom, el hermano mellizo de Savannah, tras un intento de suicidio de su hermana, desvela un dramático suceso de su infancia, cuando una noche, unos presidiarios fugados asaltaron su casa y violaron a los dos niños y a su madre. Los descubrió Luke, el hermano mayor y los mataron. La psiquiatra, la doctora Lowenstein, le pregunta cómo reaccionó su padre al enterarse. «¿Quién dijo que se lo contamos? Mamá dijo: ‘Ya está. Sacad a estos despojos fuera. Limpiad esta basura’. Aquella noche estaba como loca: ‘Esto no ha ocurrido. Esto no ha ocurrido’. Repetía sin cesar. Nos dijo que en el instante que se nos escapara una palabra dejaría de ser nuestra madre. Nos dijo que ya amanecería y que todo se vería más bonito a la luz del sol. Y después de enterrar los cuerpos volví a casa para ver a Savannah, para ver cómo estaba. Intentaba hacer lo que mamá había dicho, trataba de comportarse como si nada hubiera ocurrido, poniéndose rulos en el pelo, pero su vestido… estaba del revés».

Eso es exactamente lo que nos pasa: llevamos el vestido del revés. Mi tobillo… es mi vestido del revés.

Vas por ahí midiendo y pesando tus males y los ajenos y siempre, siempre hay alguien a tu alrededor hundiendo la balanza. Y lo abrazas. Y cada mañana, te levantas y te peinas. Porque, viendo el panorama alrededor, viendo lo que otros tienen encima, siendo justa, ¿qué motivos tengo yo para sentir miedo, o ansiedad? Y eso es precisamente lo que me la genera: siento ansiedad porque no tengo motivos. Y cuando estoy sola, a oscuras, en silencio y por fin se ha apagado la máquina de las cosas por hacer… mi tobillo se tuerce y caigo. Porque con los tobillos cada vez más flacos, si uno solo me falla, ¿cómo voy a mantenerme en pie? La psiquiatra le pregunta a Tom si ha llorado la muerte de su hermano:

—Algunas veces lloro.

—Pero no por Luke.

—¿Para qué coño? No lo haría resucitar.

—No, pero a usted sí.

Y por eso tengo un pacto con mis amigos y es llamarnos al menor síntoma. Sin motivo. Por cualquier y absoluta estupidez. Porque si en mitad de una larga guerra, mientras saltan cadáveres y bombas, de repente gritas: «¡Joder! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Se me ha roto una uña!» No se equivoquen, no es frivolidad. Es pura supervivencia.