Aquellos que viven amargados porque creen que cada extranjero lleva en su corazón el manuscrito de la leyenda negra contra España, tienen en Baltasar Gracián una china en el zapato. Al poco tiempo de la publicación del ‘Oráculo Manual’, el libro se tradujo al francés y luego al italiano, al inglés y varias veces al alemán. Una de ellas, ya en el siglo XIX, fue la de Arthur Schopenhauer y fue la que leyó Walter Benjamin. Dejando de lado ‘El Quijote’, es éste uno de los libros de la cultura española que más se ha traducido y admirado una y otra vez por generaciones de lectores que no necesitan ser ni jesuitas ni filósofos para apegarse a los aforismos más refinados que ha producido una cultura sentenciosa, como la castellana.

Muchos hispanistas, desde Curtius a Fumarolli, se han ocupado de esta figura, que definió el tipo humano de las élites hispanas a un lado y a otro del Atlántico. Pero Gracián es noticia hoy porque una nueva traducción alemana, debida a la pluma de Hans Ulrich Gumbrecht, ha merecido la distinción del libro del mes de diciembre por la Academia de la Lengua y la Poesía Alemana de Darmstadt. La obra ha sido editada por la popular editorial Reclam. Esto no es un detalle menor. Pocos autores vivos publican en esta editorial y cualquiera que lo hace se convierte en un clásico. Así que podemos asegurar que Gracián-Gumbecht han entrado en el parnaso alemán y debemos preguntarnos por qué Gumbrecht, el intelectual norteamericano que mejor comprende Europa y España, ha considerado necesario hacerlo.

Para servirnos de un mediador, podemos referirnos al magnífico artículo que publicó Sloterdijk hace unos días en ‘Die Zeit’, en el que reflexionaba sobre dos cosas: las diferencias entre el Gracián de Schopenhauer y el de Gumbrecht, primero, y sobre el sentido del momento de Gracián en el conjunto de la evolución cultural de la modernidad. Sabemos que el problema versa alrededor de la concepción de la subjetividad. Hablamos de la forma de atravesar el teatro, la arena del mundo de la vida social; del tipo humano que actúa en ese escenario y del sentido de su acción.

Para Sloterdijk, Schopenhauer pertenece a la cultura de la «expresión». La voluntad se expresa. Eso lleva de forma inevitable a ver al sujeto como una aspiración de autoafirmación. Gumbrecht, aunque coloca a Gracián dentro de esta ontología del teatro (allí se representa la formación y la guerra), se separa sutilmente de esta cultura de la expresión para señalar la posición específicamente ultramoderna de Gracián. Dado que expresarse es lo que busca todo el mundo, genera una complejidad tal que confunde y anula. Brillará más quien se niegue a ese juego. Su máxima podría ser: «Si quieres brillar, no te expreses». Entre autoafirmación y expresividad hay una contradicción. Afirmarse en medio de las expresiones de todos solo deja la reacción, el grito, la confusión. No permite estilizarse, ser en su punto.

Gracián también desea autoafirmarse. Pero sabe que es más eficaz el método de sustraerse a la visibilidad plena, controlar el campo en el que deseas ser visto. Y por eso, dice Gumbrecht, Gracián fue el primero que descubrió la tendencia a la acumulación de complejidad de nuestras sociedades y definió las nuevas estrategias de quien quiera ser sujeto en ellas. El aumento de expresividad genera una complejidad que impide el brillo y conduce a quien la aumenta al ruido, la invisibilidad y la insignificancia.

Esta es una de tantas actitudes antiintuitivas de Gracián y esas son las que prefiere señalar Gumbrecht, frente a Schopenhauer. ¿Quieres ser señor?, has de parecer servidor. ¿Quieres despreciar el mundo?, has de aprender a luchar contra él mejor que él. ¿Quieres brillar?, aprende a ocultarte. ¿Quieres mantener un vínculo con la trascendencia?, lucha con medios humanos como si no hubiera Dios. El arte de afirmarse ha llegado a su completo nivel de reflexividad y autocontrol, y ya no podemos ser ingenuos. Gracián avisa contra toda forma de exhibición inmediata, si carece de sus medios de repliegue, ocultamiento y silencio. Mucho antes que Nietzsche, ya Gracián llamaba a ser persona en su punto, esto es, a portar una máscara. Esto no es un carnaval. Tiene la seriedad de que sólo a través de ella somos. No se brilla más que ocultándose con ella.

Por supuesto, este ‘ethos’ de Gracián parte de un escepticismo acerca de lo que Kant llamaba el imperativo categórico. Si repasamos el aforismo 280, que Gumbrecht resalta, nadie trata al otro como fin en sí, sino exclusivamente como medio. Por eso, lejos de confiar en que el otro incorpore ese imperativo y te respete, Gracián despliega un ‘ethos’ que tiene como meta impedir ser instrumentalizado. Puesto que eso quiere el otro, resistámosle. No ser herramienta de nadie sigue siendo la divisa de la dignidad humana, pero ahora es mejor construir una máscara llena de aristas y cuchillas, dobleces y pliegues, que esperar a que el otro alcance la buena intención moral. Por eso tiene razón Gumbrecht al señalar que Gracián se sitúa en el ámbito de la definición de la acción humana autónoma, al margen de la cualquier inspiración religiosa o moral. Ello lo llevó a decir a Nietzsche, con quien compartía el ritmo personal del pensamiento en aforismos, que su sabiduría de la vida era incomparable.

La afición de los manipuladores en un mundo dominado por una complejidad creciente debería ciertamente moderarse. Gracián decía que debíamos aumentar todavía más esa complejidad con la retirada y el secreto, como un seguro de la libertad que se conquista cuando el otro no te ve. Kierkeggard estaría de acuerdo al reservar tu secreto a lo absoluto. Pero Gracián se torna significativo en el presente, porque nos propone un tipo humano que muestra el callejón sin salida de la expresividad, que llama la atención contra los espacios de plena exposición sin sistemas de retirada, y cuando sugiere que esos procesos exhibicionistas perennes no son sino la puerta al autodesprecio. Ser persona, la aspiración central de la nueva subjetividad autónoma, tiene así una divisa: «La sensibilidad en la ocasión adecuada es un acto personal».

Mostrarse en el ‘kairós’. Quizá sea ese juego que mide la oportunidad para hacer brillar nuestro secreto, ese acto supremo de juicio, lo que fascina de Gracián en Alemania. Ofrece el sentido de una acción ética concreta en el país de las especulaciones sobre la moral. Pero también fascina porque es una enmienda a la totalidad de las banales e incontroladas obsesiones del presente.