Al día siguiente de que el niño gritara en público que el rey iba desnudo, la prensa se agolpó frente a su casa para intentar obtener declaraciones e imágenes del crío y de sus padres. Finalmente, salió el padre a la puerta para solicitar disculpas en nombre de la familia y comunicar que el pequeño estaba siendo sometido a un severo castigo combinado con una terapia de reeducación. - ¡Para que aprenda lo que se debe y lo que no se debe ver! -exclamó el progenitor-. Nosotros somos gente normal, sencilla, trabajadores que no se meten en política. No queremos activistas en casa. Mi mujer y yo esperamos que se hagan ustedes cargo de nuestro sufrimiento y que nos permitan afrontarlo en la intimidad familiar. No nos asedien, por favor. Los periodistas se retiraron a sus medios y publicaron la noticia del castigo para tranquilizar al pueblo, alborotado aún por el suceso. Los diarios, salvo algunas publicaciones marginales, publicaron editoriales en los que se felicitaban de que la normalidad volviera al reino para aplaudir a continuación, una vez más, las virtudes del monarca cuyo corazón había latido siempre al unísono de los corazones de sus súbditos, etcétera. Sólo los más atrevidos se atrevieron a señalar que no convenía, en todo caso, confundir a la persona que portaba la corona con la institución a la que representaba. Las personas podían fallar, pero nadie en su sano juicio podía dudar de la solidez de la monarquía.
