El pasado mes de marzo, mientras el mundo se confinaba, el ‘khamsin’ soplaba en una aldea egipcia. Tras días soportando el viento achicharrante, llegaron las lluvias y, con ellas, una plaga de serpientes. Estaban por todas partes y salían de cualquier recoveco. Lo cuenta en un periódico la egiptóloga y directora del Museu Egipci de Barcelona, Mariàngela Taulé, que también añade que mataron algunas con palos, hasta que descubrieron una cobra egipcia en su garaje. Saber que tienes un animal de esas características a un par de metros de donde duermes no es mi idea de placer o relax. Los reptiles, para Indiana Jones. Taulé solventó la situación llamando a un ‘h’awi’, una especie de encantador de serpientes que recita salmodias y las convence para que entren en una bolsa. Leo esta historia, que bien podría ser una macroproducción de Disney, y me pregunto cuántas personas mueren al año por mordedura de serpiente. Pues entre 81.00o y 138.000. La mayoría, por falta de medicinas. Sigo leyendo y llego a la historia de un niño de catorce años que cuenta su periplo para llegar desde Nigeria a Canarias escondido en el hueco del timón de un gran carguero. Días y noches, ay esas noches, en medio del océano. Frío, miedo, hambre y sed. El chico bebía agua de mar, trataba de no caerse e intentaba descansar en un espacio de dos metros. Hoy, desde un centro en Canarias confía en que, algún día, llegará a ser abogado. Ojalá. Será una bonita historia.

Me conecto a una videollamada. Una compañera da pautas para cocinar algo sencillo. Pan de molde, jamón, unas hojas de lechuga, dos rodajas de tomate y un par de lonchas de queso. La idea es hacer un sándwich y aprender algo sobre la pirámide alimenticia, la importancia de combinar proteína, hidratos y verdura y verse las caras durante la semana que los alumnos están en casa. El bocadillo es lo de menos. Combatir la soledad es lo de más. Oigo la voz de un padre excusándose. Su hija no podrá hacer la actividad. No, no tienen pan. Tampoco tiene trabajo. Ni dinero. Silencio. 

En mi mundo, las mordeduras de serpientes eran, hasta ahora, una realidad lejana asociada a cuentos. Sin embargo, me cuesta poco imaginar la angustia de quien sale de su país en busca de oportunidades. Esa realidad ya no me queda tan lejos. Puedo intuir el miedo a los rugidos del mar o a perderse en su inmensidad. Creo que inmunizarse al sufrimiento ajeno es una elección personal y yo no quiero una vacuna para eso. No quiero mirar a un lado cuando alguien cercano no puede comprar los ingredientes para hacerse un bocadillo. Pienso en el qué y el cómo hacer algo mientras recibo un WhatsApp despotricando contra la decisión de no permitir que en Navidad se reúnan más de seis personas. Un criterio bastante ilógico, si se tiene en cuenta que cuatro días más tarde podremos ser diez, pero cada uno decide las razones por las que va a rasgarse las vestiduras y las batallas en las que pelear. Podemos anhelar reunirnos con más familia, pero conviene no olvidar que, en algún lugar, sopla el ‘khamsin’, que hay personas que se lanzan al mar y familias que no saben cómo llegar a fin de mes.