Cuando escuché en Nochebuena el séptimo discurso de Felipe VI me preguntaba cuál habría sido la preparación y las diferentes estrategias a seguir a la hora de elaborarlo. A medida que hablaba me vino a la memoria las palabras del político del Partido Laborista británico James Harold Wilson de principios del siglo XX: «Preparar un discurso de diez minutos me cuesta un par de semanas; un discurso de una hora, una semana, y un discurso de diez horas siempre puedo improvisarlo». Duró 15 minutos y seamos monárquicos, republicanos, progresistas, conservadores, liberales o lo que cada cual considere, sabíamos que no estábamos ante un discurso más. Las 1.920 palabras que se emitieron estaban estudiadas al milímetro. Hasta el año pasado, este discurso formaba parte del paisaje de la preparación de la cena de Navidad, era una voz de fondo que escuchábamos como a los niños de san Ildefonso. Sin embargo, este año dejamos de hacer lo que estábamos haciendo para escuchar a un Rey que se dirigía a un país tocado moralmente. 11 millones de espectadores con un 78% de share lo reflejan. Todo un Gobierno y la clase política en su conjunto estaba atenta. Y la ciudadanía esperaba unas palabras de ánimo, comprensión y esperanza.

Los discursos políticos han sido factores de cambio en la historia. Han medido el pulso de las sociedades y de los tiempos. En cambio, la pandemia no sólo se ha llevado por delante a miles de personas, sino que ha propiciado la desaparición de los grandes liderazgos. Y se ha producido por la falta de discursos bien armados y pensados. Hoy funcionamos a base de tuits, de exabruptos, de pasadas de frenadas que acaban con insultos y sarcasmos que invalidan el debate y la razón. Ya no se escucha al que piensa diferente de nosotros. Creamos trincheras ideológicas donde todo está concluido y dicho. Pero Felipe VI pronunció un discurso con poso, sólido, con una visión de conjunto, con sensibilidad cercana y sincera, detectando nuestros problemas de fondo que deberemos afrontar en el 2021 y señalando las potencialidades y virtudes que tenemos como país y sociedad.

El recuerdo a los fallecidos fue sencillo, pero concreto, sabiendo que miles de espectadores que estaban escuchando habían pasado por lo que estaba describiendo: «En miles de hogares hay un vacío imposible de llenar por el fallecimiento de vuestros seres queridos». Los jóvenes, las familias, el empleo, el ejemplo de la ciudadanía, el papel de la Constitución, la unidad y la defensa de los más vulnerables, de los descartados, como diría el Papa Francisco: «Proteger a los más vulnerables y luchar contra las desigualdades que la pandemia ha creado o ha agravado es una cuestión de dignidad entre quienes formamos una misma comunidad política». ¿Esta protección, trabajo y compromiso por los que más sufren es la verdadera vocación de la clase política y de la ciudadanía? Como sociedad tenemos que despertar, aunar esfuerzos, superar dicotomías y cuestiones estériles que no van a ninguna parte. La desafección de la ciudadanía respecto a los poderes ejecutivo y legislativo es casi insalvable. Esto se produce porque la palabra y la verdad ya no valen. Los principios se han volatilizado, son víctimas de un sistema de trueque constante y diario.

¿Qué hacer frente a este panorama de desorientación e incertidumbre? Esta es la pregunta del millón. Pero tenemos alguna pista en las palabras que marcaban, con toda la razón, la distancia con su padre y que pasarán a los anales de la historia de la oratoria política europea y contemporánea: «Los principios políticos y éticos nos obligan a todos sin excepciones; y están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personas familiares. Así lo he entendido siempre». Estemos de acuerdo o no con la Monarquía, Felipe VI genera confianza, obteniendo la aprobación del 75% de los ciudadanos encuestados. Sólo para el 0,3% de la población la institución es un problema. Ello es posible porque sabemos que su palabra está de acuerdo con su conciencia y el discurso con el ejemplo. Su éxito es el resultado, en definitiva, de la coherencia entre aquello que expresa y hace.