La publicación “ad hoc” el pasado 26 de diciembre del artículo “La huella valenciana de Mies van der Rohe” de la periodista de oficio Noelia Camacho, como parte del aluvión mediático con el que se pretende ahora enturbiar, veinte años tarde, el proyecto de la inaplazable ampliación del Hospital Clínico Universitario, volviendo a utilizar el patrimonio cultural como arma arrojadiza o ariete, al modo de las sonadas campañas allá por el siglo pasado de la atrabiliaria María Consuelo Reyna, como la de las ruinas del Palacio del Real (1986-89), de acuerdo con la tesis sostenida en nuestra anterior entrega “La Escuela de Técnicos Agrícolas no es el Teatro Romano de Sagunt” (Levante-EMV, 21-12-20), revela bien a las claras como la sobrevenida reivindicación según algunos de la figura del arquitecto F. Moreno Barberá como gran conocedor en el ámbito vernáculo del discurso y del trabajo arquitectónico de Mies van der Rohe y de Le Corbusier, resulta cuanto menos sesgada e instrumentalmente interesada, en tanto que puestos en la tesitura de analizar y reportar la impronta del primero de ellos en nuestra milenaria urbe, se haya soslayado de un modo imperdonable la racionalmente purista creación de Luis Gay, de finales de los años cincuenta, del restaurante Los Viveros en los Jardines del Real, actualmente rehabilitado por José María Herrera como sede del Museo de Ciencias Naturales.

Porque si como quería Giulio Carlo Argan en “L´Arte Moderna 1770/1970”, publicado entre nosotros por el recordado editor Fernando Torres, la Arquitectura Moderna se ha desarrollado en todo el mundo según los principios generales de la prioridad de la planificación urbanística sobre el proyecto arquitectónico singular, la máxima economía en el uso del terreno y la concepción de la arquitectura de calidad como condicionante de la educación democrática de la colectividad, en el caso de la Escuela de Técnicos Agrícolas de Moreno Barberá, más allá del prisma vertical perfectamente protegido como Bien de Relevancia Local (BRL), los hangares bajos añadidos, fabricados con repetitivas técnicas constructivas estandarizadas de hormigón encofrado, bien pueden dejar paso a la pastilla hospitalaria proyectada, para el progreso social de los valencianos del siglo XXI.

Sin olvidar asimismo la firme apuesta de Rafael Moneo en la lección magistral de apertura de curso en la Escuela Superior del Politécnico de Valencia por la arquitectura de lo compacto “algo antiguo que tiene numerosos ejemplos que son respetuosos con el lugar” (Levante-EMV, 15-10-1998).

Al margen de la nunca vista conversión a la arquitectura de vanguardia del periódico decano de Valencia, cual caída del caballo de San Pablo, cuya aversión de siempre a la modernidad llegó a ser antológica, como en el caso de las viscerales arremetidas en letra impresa, de mediados de los años noventa, contra las cubiertas de plancha de cobre, deudoras del elementarismo, del restaurado Convento del Carmen o el proyecto de galería adintelada contemporánea para el patio Norte del Monasterio de San Miguel y los Reyes, ambos obra de autor de Julián Esteban Chapapría.

En este orden de cosas y en lo que respecta al legado del demiurgo constructor Le Corbusier en el Cap i Casal, voluntariamente o por simple desconocimiento también se ha relegado al olvido periodístico el hecho de que según las investigaciones de Federico Carro, Miguel Navarro y Marta Monpó, la única obra de su taller (Atelier de la rue de Sèvres) edificada aquí en 1968, era precisamente la de los pabellones de la conocida Feria de Muestras de Valencia, levantados en los terrenos de Paterna – Benimàmet, con cenitales lucernarios sustentados por diafragmas, bajo la dirección del chileno Guillermo Julián de la Fuente. Lonjas brutalistas, coetáneas precisamente del Hospital de Venecia, que para mayor abundamiento fueron derribadas casi totalmente en el año 2002, ante la indiferencia entonces de proteccionistas de última hora y público en general.

Porque por último y si de lo que en verdad se trata, es de proteger las obras de primera fila del Movimiento Moderno en nuestra ciudad y en el resto de las tierras valencianas, como el grupo de viviendas de la cooperativa Santa María Micaela de Santiago Artal (1958-61), bastaría con reiterarse de modo proactivo en la implementación por parte de los colectivos interesados de una propuesta legal de inclusión de este mismo patrimonio arquitectónico, por ministerio de la ley, como Bien de Interés Cultural (BIC) en una venidera, en algún lugar del tiempo post-pandémico, Ley de Patrimonio Cultural y Museos (LPCM) de la Comunitat Valenciana, partiendo razonablemente, si se quiere, de los valiosos registros y bases de datos de la fundación documentación y conservación de la arquitectura y el urbanismo del movimiento moderno (Docomomo Ibérico).