No ha habido catástrofe en el mundo -de raíz natural o humana- que no haya destapado las miserias, ineptitudes o carencias de gobiernos y gobernantes: de la sociedad que capitanean. En contraste, las glorias han sido nulas. En momentos de máxima tensión, destellan las incapacidades o ignorancias, ocultas entre los pliegues de las rutinas diarias. La pandemia que habitamos, vacunas al margen, ha revelado los rotos del Estado de bienestar en su rama sanitaria y las enormes lagunas de la administración, cuya agilidad podría ser comparable a la de los movimientos geológicos, casos felices al margen. Hay quien sostiene lo contrario, sin duda. ¿Qué hubiera pasado, dicen, si el sistema de protección universal sanitario no hubiera sido tan vigoroso como el actual? Oiga, ¿y cuál hubiera sido el destino de Europa si en lugar de caer derrotado Napoleón en Waterloo por el despiste de un general resulta que va y sale victorioso? ¿O qué hubiera sucedido en la Roma imperial si la nariz de Cleopatra y su figura menuda no hubieran fascinado a Marco Antonio? No aceptemos trampas tontas, y menos delicias contrafactuales. Lo que alcanzamos a entender, visto lo visto, es que no es oro todo lo que reluce en esa parcela del ‘bienestar’, ya sabrán los expertos por qué, y que por tanto los tonos triunfalistas a los que nos hemos sumado durante años idolatrando el Estado Providencia han de rebajar necesariamente sus aspiraciones santificadoras. No estaría de más diagnosticar sus insuficiencias y explorar sus límites en tiempos de revoluciones digitales. Esta peste nacida en tiempos convulsos no ha hecho sino germinar un montón de interrogantes. Aunque también ha dado respuestas de libro. Ha producido héroes. ¿Desde cuándo no observábamos a todo un colectivo ser aclamado a diario por la sociedad al modo de un semidiós? ¿Desde los agitados años 30? La transformación en ídolos y mártires de los médicos y sanitarios es el mayor síntoma de que algo no ha funcionado bien. Los héroes nacen cuando fracasa lo ordinario, cuando la hogareña normalidad se fuga. Si el sistema necesita héroes es que algo va mal. La sociedad no ha hecho sus deberes.

Cada día, el coronavirus causa centenares de muertos. Las sociedades, ante el horror, silban y miran hacia otro lado. Tal vez sea el horror el brebaje que las anestesia. Desde luego, el hábito insensibiliza y reduce la capacidad de sorpresa. El fenómeno no es nuevo: las sociedades han escondido las tragedias envueltas en un manto de atonía hasta que han sido capaces de despertar de nuevo a la luz sensible. Nadie quería escuchar a Primo Levi, el escritor testigo de los campos de Auschtwitz, después de la postguerra: ni siquiera sus libros ganaron la aceptación de los editores y cuando lo hicieron nadie los adquiría. Mejor sepultar lo sucedido bajo las capas del olvido. Giuliana Tedeschi, otra superviviente de Auschwitz, contaba que cuando intentaba relatar el pánico de los campos de la muerte sus paisanos solían decirle: «Por el amor de Dios, ya pasó». Permaneció en silencio durante largo tiempo. Diez años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Primo Levi observó que se había vuelto de «mal gusto» hablar de los campos de concentración. Alemania provocó alrededor de 80 millones de muertos durante las dos guerras europeas, los especialistas no se ponen de acuerdo. La carnicería acabó hace sólo 75 años y el mundo ya la ha borrado de su conciencia. Lo mismo sucede con los genocidios de Ruanda, del Congo, del Amazonas, con las limpiezas étnicas de... Millones y millones de muertos. Anónimos, invisibles. Algunos, no tanto. Cierto. Conviene precisarlo. Porque hay muertos de primera, de segunda y de tercera, como en otros órdenes de la vida. A los muertos de las Torres Gemelas los conocimos, uno a uno, con nombres y apellidos, día tras día, obras y existencias. Murieron bajo los focos. La pandemia, pese a la inexistencia de culpables malvados de rostro humano, entierra a centenares de personas a diario en España, con una naturalidad espantosa. Son imperceptibles. No tanto como los fallecidos en la carretera, pero mucho menos que los de cualquier ataque terrorista. Mientras tanto, la sociedad no ausenta sus divergencias cotidianas y la política se enzarza ante cualquier gesto o menudencia, como si al otro lado de la puerta no se estuviera desarrollando una tragedia humana de registros insospechados. O como si existieran dos universos, el de la superficie muy aparente y ese submundo infernal que solo refulge en las estadísticas. Esa indolencia, repito, no es inédita. Basta ojear el pasado. Basta evocar a Primo Levi, y a la sociedad emanada de la postguerra europea. «Por el amor de Dios, ya pasó».