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En el bar en el que desayuno con precauciones antivíricas, un cliente habitual, con el que suelo intercambiar saludos y confidencias, me cuenta que hace poco llamó un par de veces al despacho de su jefe.

-Como no contestaba -añade-, y tenía algo urgente que decirle, abrí con cuidado la puerta y lo sorprendí durmiendo la siesta, pues acabábamos de venir de comer.

-Yo, cuando trabajaba en una oficina, también echaba una cabezada a esa hora -le digo.

Mi interlocutor hace un gesto de asentimiento, se lleva a la boca un pedazo de cruasán a la plancha y efectúa un gesto de duda, como si quisiera y no quisiera revelarme un secreto.

-La cuestión -se decide al fin- es que tenía en la boca un chupete que succionaba como un bebé.

-¿Tu jefe?

-Mi jefe.

Me quedé asombrado, pues en otras ocasiones se había referido a él como una persona muy competente y con enormes habilidades sociales para dirigir y coordinar equipos de trabajo.

-¿Y qué hiciste? -pregunté.

-Me quedé allí, observándolo, con miedo a hacer algún ruido que lo despertara. Imagínate si llega a descubrir que conozco un vicio tan humillante. Tras unos segundos, cerré la puerta con mucho cuidado y regresé a mi mesa. Pero ahora, cada vez que me tropiezo con él, no puedo dejar de verlo como un bebé grande. Como un bebé jefe. Un bebé jefe, ¿te haces una idea? Es un poco gordito. 

Me hice una idea. 

No solo me hice una idea, sino que comencé a representarme a los grandes líderes del mundo durmiendo con chupete. Vi en mi cabeza a Angela Merkel y a Macron y a Trump y a Putin. También se me aparecieron algunos de los nuestros, políticos de derechas e izquierdas, efectuando los ruidos y los gestos característicos de esa actividad succionadora. 

Entonces, sin saber por qué, se me hizo la boca agua y de vuelta a casa compré uno de esos pezones artificiales, que ahora son de una perfección anatómica increíble. Pero aún no me he atrevido a usarlo. 

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