Pocos aficionados a la música saben, ni tienen por qué saberlo, que Johann Strauss padre compuso la muy famosa Marcha Radetzky en honor de un general austriaco que, a mediados del siglo XIX, machacó sin piedad a los revolucionarios del norte de Italia. Es decir, que una de las partituras más populares del mundo tiene su razón de ser en un homenaje al militarismo más rancio del Imperio austrohúngaro. Pero este llamémosle pecado de origen no ha supuesto un obstáculo para que todos los días 1 de enero La marcha Radetzky suscite sentimientos de alegría, esperanza en el futuro y ganas de vivir en cientos de millones de personas que siguen el concierto de Año Nuevo desde 54 países. No cabe, pues, ninguna duda de que esta pieza representa un diáfano símbolo del carácter universal de algunas músicas. En una palabra, algunas composiciones alcanzan tal potencia evocadora y tanta calidad que sus notas atraviesan las generaciones, los países y las épocas. Así las cosas, cuando una música logra perdurar y traspasar un tiempo y un lugar, se convierte en un patrimonio colectivo. Podrían citarse multitud de ejemplos desde las óperas vienesas de Mozart a las canciones de los Beatles ambientadas en Liverpool pasando por los guiños madrileños de Joaquín Sabina o, sin ir más lejos, el pasodoble Valencia, de José Padilla. Todas ellas, aunque muy distintas entre sí, son composiciones que han sabido enlazar con públicos muy variados y que han escapado de esas músicas efímeras, simplonas y ratoneras que invaden hoy las emisoras de radio y las redes sociales.

El concierto de Año Nuevo alienta también el eterno debate del alejamiento cada vez mayor de las generaciones jóvenes hacia la música clásica. Pero este fenómeno cultural no debería extrañarnos a la vista del papel residual que los planes de estudio conceden a la música. A pesar de las protestas de docentes y de profesionales esta asignatura apenas suele disponer de una hora escasa a la semana en los niveles de Primaria y Secundaria. Hasta en comunidades como la valenciana, donde las bandas se extienden por barrios y pueblos, la música no pasa de ser una maría irrelevante en el currículo escolar. Una pena. Porque si bien nuestra sociedad está invadida por músicas impuestas, basta con entrar en un bar o una tienda para comprobarlo, la educación del gusto brilla por su ausencia. Po ello, entre el bombardeo constante de sonidos anglosajones enlatados resulta muy difícil que se abran camino músicas variadas que ensanchen los horizontes de los oyentes. Pero está claro que al mercado le interesan más los ritmos binarios del reggaetón que lo inundan todo. Ahora bien, convendría también romper ese tópico tan generalizado de que la música clásica es cara o elitista porque las ofertas de conciertos gratuitos o a muy bajo precio se multiplican cada vez más. Al final, todo remite a la educación. Como afirman los miembros del Cuarteto Quiroga, que obtuvieron el Premio Nacional de Música en 2018, “cantar y bailar debería ser una asignatura obligatoria en todos los colegios”.