La destrucción de la democracia se ejecuta como proceso y en EE UU ya han dado un paso más. Sucedió algo similar en Alemania hace unos meses, no hay que olvidarlo, con la ocupación del Bundestag alemán por parte de la extrema derecha. Trump ha estado cargando contra la democracia desde incluso antes de llegar al poder, deslegitimando las instituciones y poniendo en duda los resultados electorales. Primero aparece la violencia verbal, que sirve de legitimación para la física. “Gobierno ilegítimo” gritan. ¿Les suena? El fascismo que ocupó violentamente el Capitolio también campa a sus anchas por España. Lo que sucedió en EE UU el día de Reyes no fue un golpe de Estado. Fue, si acaso, una simulación. Para los protagonistas, un juego. De gran simbolismo, de gran relevancia. Un desastre democrático que costará mucho de reparar. Pero no un golpe de Estado. Los asaltantes no tienen la suficiente fuerza y organización para provocar el derrocamiento del Estado norteamericano pero juegan a que pueden y buscan una foto que después colgarán orgullosos en sus redes sociales, donde recibirán cientos de “Me Gusta” de acólitos esbirros. La publicación de las acciones es clave en el planteamiento del fascismo mainstream, que no entiende la militancia sin “hacerla saber”, como mecanismo para afianzar su posicionamiento entre su comunidad de afecto. Es lo que algunos autores han calificado como la ludificación del terror.

También se conoce como la gamificación (anglicismo procedente de “game”) a través de las redes sociales, que permiten remarcar la importancia de cada persona (militante) a través de una mayor participación, que sirve para ofrecer espectáculo a los espectadores y aporta un alimento clave en la compulsión narcisista que se experimenta en unos portales en los que se precisa la acción (a menudo extremista) para destacar. La exhibición que te posicione en el centro de la mirada de miles de personas puede obligarte a la violencia y algunos están dispuestos a ejercerla. Brenton Tarrant o Anders Breivik llevaron esta ludificación a su máxima expresión, retransmitiendo en vivo y en directo sus asesinatos fascistas. En el día a día, y más con la espectacularización que permiten hoy las plataformas digitales (pero que ya venía desarrollándose con la televisión), la normalización de la acción violenta acaba produciendo una especie de placebo comunicacional en la población. El efecto de la muerte disminuye cuando aparece con asiduidad ante nuestros ojos. La transgresión que opta por la violencia en algunos casos o la radicalidad verbal en otros se presenta como una de las soluciones más eficaces para otorgar sentido a la existencia, de ahí el atractivo de la extrema derecha en algunos frentes.

No es complicado reclutar nuevos militantes (militares) cuando el modelo de sociedad es patriarcal y basado en la demostración del poder a través de la valentía kamikaze. Una gallardía testosterónica. Las redes sociales ayudan a crear escenarios paralelos que permitan sustituir a los grupos sociales que, hace décadas, engarzaban a las sociedades a través de vinculaciones en ocasiones mantenidas y edificadas durante toda la vida, caso de la iglesia, los partidos políticos o las comunidades de vecinos. Al trasladarse esas comunidades de afecto al teléfono móvil, apagarlo produce angustia. Perderlo, pavor. Sin el móvil, vuelve la soledad en una sociedad individualizada y sin bisagras. Un desamparo agravado por el anonimato en un tiempo en el que nada puede ser peor que ser un elemento insignificante diluido en la masa. La ansiedad de la soledad, a la larga (cuando la reflexión pausada y compleja se impone) no desaparece con las comunidades imaginadas de protección creadas a nivel digital. La argumentación más usual es la amenaza, en caso de no contar con un perfil social, de ser aislado, con una posible disminución de las posibilidades de progreso. Y es que las redes son un generador de satisfacción muy volátil. Allí se crea una especie de comunidad de afecto pero no por las muestras de cariño y el amor sincero que protege ante las adversidades, sino por la inexistencia de discrepancias y obstáculos. Es más una protección por ausencia que por presencia. Uno o una no pueden ser siempre el más popular, el más fotogénico, el más ingenioso, el más gracioso y eso te obliga a la radicalización para destacar.

Trump envalentonó a los violentos y les mintió para crearles un mundo paralelo en el que la democracia no es importante. Según el Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge, los ciudadanos del mundo se muestran cada vez más insatisfechos con el sistema democrático. Después de analizar y recoger los datos de cuatro millones de personas de múltiples países del mundo que cuentan con un PIB por cápita de más de 30.000 dólares, las investigaciones demostraron que en 2019 la confianza de la ciudadanía en los sistemas democráticos llegó a sus niveles más bajos desde 1995. En pocos años ha crecido la desconfianza desde un tercio a la mitad de la población encuestada. La situación afecta de lleno a grandes y históricas democracias como las del Reino Unido, Australia, Brasil o México, mientras en una de las principales potencias del mundo como Estados Unidos crece sin descanso y menos de la mitad de los ciudadanos estadounidenses están contentos con su democracia. Millones y millones de personas creen que las elecciones de los EE UU fueron una farsa. Unos cientos están dispuestos a matar por esa idea. Armas no les van a faltar.

Medios de comunicación y plataformas digitales (que ahora se muestran estupefactos) han sido cómplices de la expansión del fascismo que representa Trump y que sirve de ejemplo en otros muchos países como España, Francia, Reino Unido, Alemania, Hungría o Brasil. El único camino para vencer al neofascismo una vez se ha introducido en el sistema democrático y ha conseguido capacidad para articular el debate político a través de sus soflamas racistas, homófobas y aporofóbicas pasa por la movilización popular a través de cualquier tipo de plataforma en la que se cree el relato hegemónico; la confrontación en el espacio público para acorralar a la extrema derecha y lanzarles el mensaje de que no tienen cabida en las comunidades ciudadanas; la lucha desde las instituciones, sobre todo desde el poder judicial; y la educación en valores democráticos a través de la escuela y los medios de comunicación.