Un gigante de las libertades con pies de barro. Era verdad. Viendo en la tarde del día de Reyes el asalto al Capitolio de Washington quedó en evidencia lo que tantos escritores y cineastas han venido narrando sobre los peligros de la ultraderecha patriótica norteamericana, cuyo modus cogitatio se ha diseminado gracias a Internet entre amplias franjas de la población hasta ser predominante entre las familias medias y religiosas, la población blanca desclasada, los habitantes del medio oeste y las zonas desindustrializadas e, incluso, entre los muchos latinos integrados.

En efecto, existe otro melting pot estadounidense, otra olla donde se entremezclan etnias y diversidades, pero no creando la tantas veces loada utopía de los padres de la nación y de la cruzada antiesclavista de Abraham Lincoln, sino fraguando la distopía de una América neofascista. Solo les faltaba un líder sin vergüenza ni moral, un hijo del circo televisivo capaz de ponerse al frente del imperio hegemónico, Donald Trump.

No he leído a Sinclair Lewis pero la tarde del asalto me recordaba su predicción literaria el amigo Gerardo Roger. El joven periodista y luego nobel escritor, Sinclair Lewis, publicaría en 1935 la novela It Can’t Happen Here (Eso no puede pasar aquí), una fábula política en la que Franklin D. Roosevelt perdía las elecciones frente a un candidato demagogo y totalitario, simpatizante oculto de nazis y fascistas europeos, que emerge con el apoyo de la América más profunda y rural azotada por la depresión económica.

Un argumento semejante fue novelado mucho después por Philip Roth, en 2005. La conjura contra América también presenta a Roosevelt perdiendo las elecciones ante el héroe de la aviación, Charles Lindbergh, un consumado antisemita que deriva a los Estados Unidos durante su ficticio mandato hacia la xenofobia y el aislacionismo. Una novela magistral y perfectamente plausible visto lo visto estos días, considerada una de las mejores de su autor, a quien injustamente no le llegó para alcanzar el Nobel pero que, al menos, recibió el Princesa de Asturias en nuestro país.

Más enrevesada es la historia de política ficción que crearía Philip K. Dick en 1962. Apenas un lustro antes de publicar la novela que daría inspiración a la película fetiche Blade Runner, el orwelliano Dick escribió El hombre en el castillo, una obra maestra de la ucronía –que hubiera pasado en la historia si… los nazis lanzan una bomba atómica destruyendo Washington y provocando la rendición aliada.

Mundos cuánticos paralelos y líos amorosos de la protagonista aparte, El hombre en el castillo plantea la nazificación de la historia y el ideario social americano, cuyo exaltado racismo tiene a los judíos y a los negros como víctimas en un mundo que convive con la eugenesia de modo normalizado. La trama del escritor dará pie, décadas más tarde, a una producción televisiva por parte del mismo Ridley Scott que ha sido emitida por Amazon Prime en un largo culebrón desde 2015 hasta 2019.

Estas son solo algunas de las manifestaciones literarias que mejor describen la zozobra política de la democracia liberal americana a manos de fuerzas profundamente reaccionarias; pero hay más, muchas más. La atmósfera racista, densa y conservadora, del profundo Sur es prácticamente todo un subgénero del cine y la literatura norteamericana (Faulkner, Tennessee Williams, Harper Lee…), del mismo modo que las denuncias del Ku-klux-klan podrían formar todo un capítulo aparte con Alan Parker a la cabeza, como los retratos de los grupos supremacistas filmados por Costa Gavras o Michael Moore, o las conspiraciones ultras tan frecuentes en los discursos creativos de Oliver Stone, Tim Robbins o Spike Lee, este último verdadero adalid de la denuncia negra contra la discriminación y los perversos efectos psicosociales de la esclavitud.

Por lo demás, el declive del western –por costoso– nos ha privado de continuar conociendo historias macabras sobre el exterminio de los nativos americanos, tan de moda en los 60 y 70, por no hablar del antijudaísmo, muy presente en el país más allá de Manhattan como escribieron Saul Bellow o Bernard Malamud. Y no quiero dejar de citar a algunos de los grandes cineastas del cine político más clásico, de Frank Capra a Preston Sturges o el mismísimo John Ford, quienes no necesitaron asimilarse al izquierdismo comunista para defender los valores de un sistema político que desde su nacimiento se fundamentó en la libertad y el respeto al disidente.

Queda claro que el asalto al Capitolio no es un episodio casual. Lleva tiempo larvándose y transita más allá de la ideología que abandera el Partido Republicano y con la que incluso se puede comulgar –libre mercado, pocos impuestos, estado delgado, americanismo…–. Pero ahora van a necesitar una gran catarsis para disociarse de Trump y los delirantes creyentes del movimiento QAnon, agitadores de las redes sociales por donde difunden teorías conspirativas de alcance paranoide.

El tipo disfrazado de búfalo, tatuado y semidesnudo entre el mobiliario de los ilustres congresistas fija la imagen del descenso de esos anónimos negacionistas a los infiernos de la América perturbada, a la «gran desolación americana» como ha definido Paul Auster: Proud Boys con barbas, gorra y chaleco que atacan a los negros, Boogaloos vestidos con camisas hawaianas que propugnan una nueva guerra civil, «aceleracionistas» que consideran acabadas a las democracias por culpa de la corrupción…

No es casual, tampoco, que durante el mandato trumpiano las fantasías nazis en América de Lewis, Dick o Roth hayan vuelto a las listas de libros más vendidos en los Estados Unidos, un país que, en su otra parte, presenta un altísimo nivel de lectura y los mejores departamentos universitarios de literatura. Allí es donde deben estar conspirando los amantes de la democracia fundacional.