La imagen de una multitud asaltando el Capitolio de Estados Unidos en Washington D.C. ha convulsionado al mundo. ¿Cómo es posible que se haya llegado a ese nivel de ruptura en la convivencia? El mandato del presidente Trump es una referencia acerca de los peligros que entraña alimentar el odio, haciendo crecer a la bestia de la crispación, la división y la violencia.

No sorprendía observar en los informativos que analistas y políticos intentaran, ante esta terrible noticia, establecer comparaciones con hechos ocurridos en España o con actitudes que pueden estar esgrimiéndose desde diferentes formaciones políticas, estén en el gobierno (central o autonómicos) o en la oposición. Si ante cualquier problema comenzamos a señalar al otro diciendo «y tú más», o «tú también», o «¡cuidado! si llegan al poder harán tal o cual», no podemos avanzar en el camino de la concordia. El problema que está a la base de lo ocurrido en EE UU es peor que la covid-19, pero lleva más años funcionando: la pandemia de la estrategia política manipuladora de emociones.

Llevamos unos cuantos años en los que, en diversas partes del mundo, han ido accediendo al poder dirigentes que han optado por promover el odio, la división y el enfrentamiento entre la ciudadanía como estrategia política para conseguir sus objetivos, sea acceder o mantener el poder o cambiar, por la fuerza del enfrentamiento ciudadano, lo que por ley no pueden modificar. Movilizar a la ciudadanía es fácil si se toca la fibra emocional.

El uso de redes sociales está siendo un instrumento magnífico para que este modo de hacer política se vaya introduciendo en las entrañas de la sociedad. Es frecuente recibir por Whatsapp, Twitter, Telegram, u observar en Youtube o en Facebook, comentarios o noticias (falsas o tergiversadas) que comienzan con un «¡Míralo antes de que lo borren!» o «¡No te lo pierdas!». Y que concluyen con un imperativo «¡Pásalo!». Las personas de buena fe, impactadas por lo que ven, leen y/o escuchan, y sensibilizadas emocionalmente reenvían mensajes sin ser conscientes de que esas cadenas están lanzadas para intoxicar a la opinión pública. Sabemos que la opinión ciudadana se construye a partir de lo publicado o insistentemente publicitado por cualquier red social. Además, los algoritmos utilizados por las propias redes sociales se investigan para distribuir noticias que refuerzan nuestras ideas previas, convirtiéndose así en un terrible sistema de polarización de la sociedad.

Todos llevamos dentro una moneda con dos caras: la del amor y la del odio. Ambos son sentimientos que cristalizan a partir de emociones si se experimentan repetidamente ante hechos, circunstancias o personas. Podemos amar, respetar, reconocer el valor del otro, sea igual, similar o muy diferente a nosotros, si reconocemos sus derechos simplemente por ser persona, pero es muy fácil alentar el odio, especialmente al discrepante o al diferente.

Por desgracia, estamos en un momento histórico en el que las tecnologías de la información y la comunicación se han convertido para algunos en un instrumento esencial para alimentar emociones tóxicas (ira, envidia, rabia…). Y la política, más que basarse en el desarrollo del pensamiento crítico, bien informado, atemperado por razones, se ha convertido en una vía de acceso al poder en la que valen todas las estrategias más detestables de manipulación.

A Trump, Twittter le ha cerrado su cuenta definitivamente. Le ha quitado el instrumento que más ha utilizado para dividir a la ciudadanía; pero en la sociedad, en general, y en la española en particular, haría falta una reflexión profunda que propiciara un cambio de actitud en muchas de las formaciones políticas que hoy están en activo. Todos podemos encontrar similitudes en nuestro entorno cercano con EE UU, pues son frecuentes las estrategias políticas que alimentan emociones tóxicas. Incluso si alguna formación política no quiere usarlas y propone tender la mano a otras formaciones, para aliviar presiones, que orientan la política hacia posiciones que bordean la legalidad o que ponen en peligro las instituciones, se las identifica como inocentes y con poco futuro. El camino no está en el enfrentamiento permanente, sino en la voluntad explícita de consenso por el bien común.

La política, en esencia, es una de las actividades más nobles que cualquier persona debería ejercer. Servir al bienestar común, a la ciudadanía, aportando lo mejor de cada uno para que la comunidad viva en paz y prosperidad. Estamos seguros de que esta afirmación hará sonreír con ironía a muchos de los que la lean, pues pensarán: ¡qué inocente es quien la ha escrito! Si pensamos así, quiere decir que quienes alimentan a la bestia ya han ganado, al menos una batalla, y no hay posibilidad de llegar a una convivencia en paz. Y que, en definitiva, no es posible hacer política basada en una ética que guíe la justicia, la equidad, la honestidad, la sinceridad y la transparencia. Si perdemos la esperanza de que ese tipo de política es posible, significará que los manipuladores que acceden a la política para satisfacer sus propios intereses ya han ganado la guerra.

Esa reflexión es imprescindible, porque la educación política de la ciudadanía nace fundamentalmente de los modelos de referencia que son los políticos. No podemos seguir nadando en un mar en el que ya son muchos quienes incrementan el odio. Desarrollar una política esencialmente para el bien común es posible. Se logró en la transición, aunque no fuera perfecta. Hoy estamos aún a tiempo de rectificar y orientarnos hacia un futuro mejor poniendo en valor la riqueza de la diferencia como fundamento del diálogo sociopolítico.