El recrudecimiento de la pandemia ha intensificado la ebullición de las posiciones: las favorables a restricciones más intensas y las que pretenden suavizar la dureza de aquéllas. En ese choque de trenes entre salud y economía no existe descanso. Tampoco experiencia previa para justificar la bondad o el exceso de lo decidido. Como en todo proceso experimental, se funciona por prueba y error con la dificultad añadida de que apenas se dispone de tiempo y recursos para evaluar las medidas aplicadas previamente.

Existen, no obstante, dos objetivos de amplia aceptación: el primero es la necesidad de evitar el colapso de los hospitales. Más o menos horas de apertura de los establecimientos hosteleros tienen consecuencias económicas sobre sus administradores. Resulta obvio. Pero el perjuicio resultante de unas UCI estresadas y de las camas de hospitalización entrando en colisión con las necesidades de la covid y las procedentes de las restantes patologías, conduciría a un confinamiento generalizado de duración indeterminada. Una situación cuyas repercusiones serían dramáticas para la mayor parte de los sectores económicos, como ya se pudo observar en la pasada primavera.

Ello exige, eso sí, corregir algunos chirridos gubernamentales. Los poderes ejecutivos, desde el inicio de la pandemia, tienen sobre sí la carga de combatirla manteniendo un alto grado de confianza ciudadana en su competencia para conseguirlo. Por ello resulta impertinente la publicitación de desacuerdos existentes en la esfera gubernamental. Las propuestas precisan disponer de un aval científico o técnico contrastado. En ausencia de éste se convierten en sombrajo de oportunismo. También la confianza ciudadana se debilita cuando un agente del Gobierno se erige en valedor de algún sector disconforme con las medidas establecidas o aspirante a ser privilegiado receptor de rentas públicas. Quienes aceptan ser amplificadores de intereses particulares subvierten la responsabilidad aneja a los cargos públicos: la guarda del interés general. Quien quiera hacer de lobista, que no se envuelva en dobleces.

Si el funcionamiento sostenible del sistema sanitario constituye una prioridad presente, el segundo gran objetivo reside en la más amplia vacunación posible contra el coronavirus antes del verano. Son seis meses para que las diversas vacunas se extiendan a la velocidad necesaria como para transmitir la confianza de que la pandemia se encuentra en claro retroceso y supone un riesgo menor.

Alcanzar esta meta precisa de una información previa de la que todavía se carece pero que, en las próximas semanas, debería estar disponible. En particular, las vacunas que en ese periodo pueden conseguir la aprobación de las autoridades sanitarias y la producción que, de cada una de ellas, será absorbida por la Unión Europea para su distribución entre los países miembros. Disponer de esa información resulta imprescindible para planificar el proceso de vacunación y, en concreto, delimitar los colectivos a vacunar y los recursos sanitarios y logísticos necesarios para ello.

Llegados a este punto, el enjuiciamiento de las actuales restricciones dirigidas a contener la pandemia merece contemplar que el descontrol de la covid entra en contradicción con la velocidad de vacunación. Aun añadiendo recursos externos, procedentes de centros privados o de profesionales jubilados -unos yacimientos de medios profesionales a tener presente- lo mejor controlado y organizado son los profesionales de la administración sanitaria y, para conseguir que exista el mayor número disponible destinado a la vacunación, no existe mejor opción que reducir la difusión de la pandemia. En contrapartida, los sacrificios singulares que ahora recaen sobre algunos sectores productivos merecen contemplarse como una inversión colectiva en la recuperación de la futura normalidad. Que se compense su sobreexposición al riesgo económico está justificada, como también lo está que la Generalitat no sea la única administración que aporte apoyos ajustados a problemas que pueden ser ya más de solvencia que de liquidez.